El twitter del diputado agitador de Juntos por el Cambio Fernando Iglesias lo dijo todo: “No quieren más marchas, retiren la reforma”. Los diarios del establishment-como siempre-ya habían marcado la línea. Habían titulado horas antes que “a pesar de la marcha”, el gobierno impulsa la Reforma Judicial. La intención de la derecha podría definirse, en tiempos de vacunas, como tratar de inocularle al presidente Alberto Fernández el síndrome Lenín Moreno, actual presidente de Ecuador. En un manual de medicina podría definirse así: enfermedad por la cual el candidato que gana una elección aplica el programa que traían bajo el brazo sus adversarios.

El proceso ecuatoriano, con todas sus particularidades y la imposibilidad de compararlo con el argentino, sirve para ilustrar sobre estas pretensiones.

Moreno llegó al poder-se sabe-de la mano de Rafael Correa. Si se repasa la campaña, esa sucesión estuvo mejor articulada que la que se intentó en la Argentina entre Cristina Fernández y Daniel Scioli. El rol de cada uno, los niveles de protagonismo, el equilibrio entre conservar el núcleo duro y ampliar, estuvo manejado con mucha destreza. El problema vino después. ¿Es cierto que Correa quería seguir manejando el poder detrás del trono? Sí. ¿Es cierto que esto auguraba una interna entre el presidente saliente y el entrante? Sí. ¿Es acaso tan distinto a lo que pudo haber pasado en su momento entre Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde? No. Sin embargo, por motivos que serían muy largos de desarrollar aquí, lo que ocurrió en Ecuador no fue una pelea de poder entre dos caciques que en algún momento se termina de definir. En Ecuador Moreno abrazó el programa de la derecha que él había derrotado. El punto número uno de ese plan era perseguir penalmente a Correa y a todo lo que hubiera estado cerca de él. Y Moreno lo hizo y lo hace. Luego vino un giro neoliberal a medias y un gran vacío de poder.

A los pocos meses de haber ganado las elecciones, en una reunión, un grupo de empresarios de medios de comunicación le dijo a Moreno que no lo “habían votado” pero que lo respaldaban. Y el presidente de Ecuador, con ironía, contestó: “Creo que hoy me quieren más los que no me votaron”. Esa fue una verdad que duró poco. Finalmente no fue el presidente de nadie. La derecha nunca lo vio como propio y el correismo se fracturó y dispersó. Claro que la enorme debilidad de Moreno no se explica sólo por esto sino por el fracaso global de su gestión.

Lo que la derecha argentina espera de Alberto F es esto. La fantasía de ganar siempre, con el propio o con el adversario. Es el intento de que por algún motivo se contagie del síndrome Lenín Moreno.