Cambios en el gabinete económico, dólar sin precio estable, acuerdo marco con el FMI, caída de popularidad medida en encuestas y movilización social constituyen un contexto de crisis. Esto, por definición, implica recalcular posiciones y escenarios. La política se acelera. Y se hace necesario tomar perspectiva para no perder de vista la velocidad del proceso.

Recordemos dónde estábamos hace tan solo unos meses. En octubre de 2017 Cambiemos ganó holgadamente las elecciones de medio término. Si esos resultados se repitiesen en 2019, Macri reeligiría en primera vuelta. Sin embargo, sesenta días después ese mismo oficialismo triunfante en las legislativas había comenzado a perder el control del Congreso. Más bancas significaron menos efectividad. Algo infrecuente, para no decir inédito. Fue cuando los bloques justicialista y renovador, cercanos al peronismo «de los gobernadores», que habían acompañado en numerosas oportunidades las iniciativas de Cambiemos durante los primeros 24 meses de Macri, comenzaron a tomar distancia.

El quiebre comenzó en la última semana de diciembre de 2017, fatídica para el gobierno. La votación de la reforma previsional, una medida sin dudas impopular, erosionó el respaldo de la opinión pública; el «apoyo blando» de aquellos que habían votando por Macri en el ballotage pero no en la primera vuelta, comenzaba a fugar. Luego de esa turbulenta votación, vino el anuncio conjunto del Ejecutivo y el Banco Central sobre la revisión de las metas de inflación. Allí pudimos ver a un Sturzenegger alineado al Ejecutivo, que sinceraba lo que estaba ocurriendo con los precios.

Hasta diciembre, la mayoría de los gobernadores creían en una reelección de Macri en 2019. Desde el fin del año 2017, entre la Navidad y los Reyes Magos, dejaron de creer. Pichetto formó una mesa de economistas de bajo perfil, formada por asesores poco mediáticos pero cercanos a los senadores y las administraciones provinciales. La mesa de asesores elevó un informe lapidario: como consecuencia de la inflación que no bajaba, el negocio financiero de las LEBACS estaba llegando a su fin, y muchos dólares que habían entrado al sistema iban a irse. Por lo tanto, el triunfo de Macri en las legislativas iba a desvanecerse. El peronismo cambiaba de plan. A partir de marzo esta idea terminó de cristalizarse.

Sin la cooperación de este aliado clave, las cosas se hicieron más difíciles para el presidente. Y mientras tanto, la opinión pública comenzaba a sufrir cambios. Por un lado, la popularidad presidencial y la aprobación del gobierno caían mes tras mes. En la última semana de mayo, Macri tuvo un respiro: su imagen positiva y su aprobación dejaron de caer y se estabilizaron (31% y 37%, respectivamente). Sin embargo, los números de la imagen negativa y la desaprobación se robustecían. El gobierno parecía encontrar su piso: 3 de cada 10 argentinos lo sostiene, pase lo que pase, y -hoy, al menos- a pesar de la economía. Su nuevo problema es que, por fuera de ese «núcleo duro», que no es poco, ya no suma más.

Las expectativas también cayeron. Durante más de dos años de gobierno, Macri fue una conjunción de insatisfacción presente (quienes decían estar «peor que antes» siempre fueron mayoría) y esperanzas en el futuro. Casi todo su electorado, y algunos de quienes no lo votaban, creían que Macri y su equipo de emprendedores podían mejorar la situación económica. Eso cambió de forma notoria desde la reaparición del FMI en el horizonte. FMI suena a problemas. Hoy, solo 1 de cada 10 argentinos cree que el 2018 será mejor que el 2017. Y la mayoría responsabiliza al gobierno actual (no al anterior, no al contexto internacional) por la suba del dólar y los precios.

Si las elecciones presidenciales fueran hoy, Macri cuenta con su núcleo duro -digamos, de 30 puntos- y Cristina Kirchner con el suyo -digamos, de 25- pero hay una apetecible 45% de la sociedad que está en estado de orfandad. No sabemos aún si eso terminará engrosando los segmentos de las dos corrientes que dominaron la política argentina de los últimos 4 o 5 años (kirchnerismo y cambiemismo), o si podrá ser capitalizado por un tercer actor, probablemente de origen peronista.

El escenario político, entonces, está en desequilibrio. En el gobierno se preguntan qué pueden hacer para capear los problemas económicos y erosión del poder de compra de los votantes, que tendrá un impacto en las clases medias que apoyan a Cambiemos. Todo presidente necesita, en momentos difíciles, renovar el apoyo de su electorado más leal. Y Macri sabe que su electorado sufrirá. ¿Puede haber otros elementos no económicos que satisfagan y contengan al electorado cambiemita? Tal vez si, pero durarán poco. El derrumbe de las expectativas dice que se requiere una señal ahí, en lo económico. Los apoyos que Macri perdió fueron por la economía, y deberá recuperarlos con la economía. Porque no puede darse el lujo de perder a sus votantes clasemedieros. La alianza Cambiemos seguramente mantendrá su unidad, porque todos sus integrantes dependen del éxito del gobierno, pero algunos pueden terminar desertando. Las recientes amenazas de ruptura por parte de Carrió fueron impactantes por este contexto económico, y no por el marco más cómodo de la ley de despenalización del aborto.

En cuanto al peronismo, con este panorama queda más lejos que nunca de la unidad entre K y no-K. Porque además de las diferencias ideológicas y otras heridas abiertas, aparece otro elemento que incentiva la competencia manifiesta entre los dos espacios (el kirchnerista y el «de los gobernadores»): éste último, coordinado con Massa, hoy ve posibilidades de ganar. La unidad tenía sentido en la medida que los dos sectores se necesitasen mutuamente. Hoy eso nadie en la oposición lo ve. Más bien, se preparan para vencerse entre ellos y piensan en qué hacer en función de lo que se viene. «