Varias alegorías que circulan en las redes ilustran este momento de la civilización. Una recuerda a La Guerra de los Mundos, del británico H. G. Wells: la tierra invadida por marcianos que derrotan a los terráqueos pero al final sucumben a un microorganismo para el que no tienen defensas. Otra, a la grave situación que vivió en 1970 la misión Apolo 13, cuando debió abortarse el alunizaje por una falla en un tanque de oxígeno que debió ser reparado con los elementos que tenían a mano los astronautas.

La primera imagen fue tomada del analista Joe Lauria, y sirve para explicar que EE UU, que gastó en el último ejercicio 649 mil millones de dólares en armamento -un 36% del total mundial para una población que no es más que el 4,2% del planeta-, se estuvo preparando para la guerra equivocada. La segunda parábola ilustra el proyecto de algunas de las mayores corporaciones para reconvertirse en la guerra necesaria en estos momentos para fabricar elementos indispensables para combatir el virus: respiradores, barbijos, vestimenta para trabajadores de la salud.

Si bien el concepto de Economía de Guerra no es nuevo -de hecho, en un editorial de esta semana The New York Times reclamó volver a aquella estrategia de Franklin Roosevelt que puso a la industria a elaborar material bélico para derrotar al nazismo en la II Guerra Mundial-, el economista francés Jacques Attali viene tratando de convencer a los gobiernos europeos de que en estas épocas, hay un modo de sostener la economía al mismo tiempo que se lucha contra el Covid-19. El modo no es poner dinero en los bolsillos de los empresarios, sino ponerlos para que la industria se mueva en la senda necesaria en estos tiempos. Lo hizo el capitalismo estadounidense en 1941.

“Es una economía que permite enfrentar un peligro mortal concentrándola en lo esencial, en la defensa ante el enemigo”, explica Attali, asesor en su momento del presidente François Mitterrand y hoy de Emmanuel Macron. “Ha sido practicada desde la Edad Media ante diferentes formas de epidemias o pandemias: confinamiento, producción de los bienes esenciales, que son salud, alimentación, energía, información, educación. Concentrar ahí la economía, de modo que cada uno consagremos nuestro tiempo a lo que es esencial producir, y desplazar a más adelante cosas menos importantes como cambiar de vestido, de coche… (…) Reorientar la economía a producir equipos, máscaras, gel, respiradores…”.

El Proyecto Apolo va por ese lado, a pesar de la tardía reacción del gobierno de Donald Trump. Es una alianza inédita de empresas como Ford Motor Company, General Electric Helathcare y 3M para producir respiradores diseñados por GE y 3M en las plantas automotrices. FCA (Fiat-Chrysler) anunció un plan similar en sus fabricas chinas.

En EE UU, la compañía que provee los uniformes oficiales de las grandes ligas de béisbol pasó a fabricar máscaras y batas de hospital.  En ese rubro textil en especial, un municipio cercano a Barcelona, Sentmenat, pidió la colaboración de la comunidad para producir mascarillas, destaca la revista Alternativas Económicas. En el proceso la alcaldía debió buscar quien tuviera máquinas de coser y materia prima necesaria. Dio la casualidad de que allí hay una fábrica de gorros para quirófanos, lo que facilitó bastante las cosas. En España, el gigante Inditex, propietaria entre otras marcas de Zara, también se puso a producir batas y barbijos en algunas de sus fábricas de tejidos.

Esta salida, que resulta de mutuo beneficio, no es privativa del hemisferio norte. Por estas latitudes, la empresa recuperada Madygraf anunció que producirá mascarillas y sanitizante de alcohol, una iniciativa con el Centro de Estudiantes de Ciencia y Técnica de la Unsam y profesionales de la Comisión Nacional de Energía Atómica. En la Universidad Nacional de Rosario, un grupo de jóvenes ingenieros desarrolla un prototipo de respirador artificial que se promete de bajo costo mientras que hay en danza otros emprendimientos para fabricar los tubos Venturi que se usan en los respiradores -un elemento descartable- mediante impresoras 3D. 

En todo el mundo el concepto de Economía de Guerra deja de ser un tema tabú para las dirigencias políticas. Sus impulsores reconocen que es una salida a la crisis del Covid-19 que se choca con el neoliberalismo más rancio, ya que no es una propuesta surgida del libre juego de oferta y demanda sino del Estado. Una cosa es que las grandes empresas pidan un rescate para capear el temporal y otra es que un gobierno digite en qué se van a utilizar los recursos y la maquinaria se mueva en la dirección que indican los poderes políticos. O, en otras palabras, una cosa es que los empresarios pidan pescado y otra que un gobierno los obligue a pescar.

Pero otra gran preocupación en ciernes es acerca de que mediante cuarentenas y encierros se extienda un modelo militarista contrario a una sociedad democrática. El antecedente del modo en que en EE UU cercenó gran parte de las libertades civiles con las “leyes patrióticas” de George W. Bush tras el 11S es bastante aleccionador. En principio EE UU enfrenta un año electoral. Si es por simple estadística, Trump pinta como favorito para los comicios de noviembre, pero, además, ningún presidente perdió una reelección durante una guerra: desde James Madison en 1812, pasando por Abraham Lincoln (1865), Roosevelt (1941 y 1945), y los más cercanos de Richard Nixon, Bill Clinton y Bush Jr.

Es más, los debates en torno de Roosevelt vuelven en estas horas. Una estantería de leyes económicas dice que EE UU salió de la crisis de 1929 por las políticas keynesianas que aplicó desde su primer gobierno, en 1933. Otra, que el salvataje del capitalismo vino por la II Guerra, cuando el déficit público trepó al 26% para sostener la producción de armamento. Ahora, Trump invocó la Ley de Producción para la Defensa en un intento de movilizar a la sociedad tras su demora en enfrentar el virus, las malas lenguas dicen que para colarse en el Proyecto Apolo. Como sea, muchos advierten el peligro de una “tentación Roosevelt”, pero sin Keynes. El fundador del Estado de bienestar fue electo cuatro veces, entre 1933 y 1945, y si no fuera porque murió a poco de la última jura, quién sabe cuándo lo habrían destronado. Tras su muerte se votó una reforma para limitar los mandatos a una sola reelección. Trump sueña, y lo pone explícitamente en las redes, con ser presidente otros 29 años.

Esa mención puede sonar a otra extravagancia de Trump, pero según una encuesta que divulgó CNN, el 60% de los consultados teme que aprovechando la pandemia, el presidente cancele las elecciones, se reelija a dedo y dicte una ley marcial para controlar aun más a la ciudadanía de lo que hoy padece con el Acta Patriótica de Bush