“La fiesta de la democracia ha terminado”. Con estas palabras era calificado en Rusia el asalto al Capitolio en Washington, pero no fue la única expresión en este sentido. Algo se había quebrado en un país que siempre reclamó una supuesta autoridad moral, y que ahora conmocionaba al mundo por la fragilidad de su democracia. Lo único que necesitaban las miles de personas radicalizadas, hipnotizadas por disparatadas teorías de la conspiración, era un líder que los uniera, que les marcara el camino para sumirse en una vergüenza histórica. La condena bipartidista y la indignación nacional son indicios de que la caída de EE UU no será definitiva, aunque el cambio de rumbo deberá ser inmediato.

Hace tiempo que los informes de Inteligencia aseguraban que el supremacismo blanco y la extrema derecha eran la principal amenaza para la seguridad nacional. La división política y la intolerancia ya humeaban como un volcán activo, que no se advirtió hasta que entró en erupción. Más tarde, el presidente electo, Joe Biden, declaró que “le gustaría decir que no lo vieron venir, pero no era cierto”.

La caída en desgracia de Donald Trump, y la condena de líderes republicanos como el ex fiscal general, William Barr, o el mandamás del Senado, Mitch McConnell, que lo ayudaron a arrastrar al país al abismo, y ahora lo critican por haber dado el último empujón, podría generar el repliegue de los radicalizados; no obstante, seguirán esperando, en las sombras, a la aparición de otro líder, o a la resurrección del mismo. La cuestión será cómo se combate a las teorías de la conspiración, a los llamados a una guerra civil, a las noticias falsas que incitan al odio.

Por otra parte, la toma del Congreso dejó al descubierto la falta de contenido ideológico de los seguidores de Trump, que reivindicaban su discurso de la ley y el orden, y defendían a la policía proclamando que “las vidas azules importan”. No era más que una provocación, de las tantas en el país con connotación racial, ya que lo único que querían era oponerse al movimiento llamado “las vidas negras importan”, que reclama el fin de los abusos contra los afroamericanos. Ninguno de sus lemas les impidió pasar por encima de agentes como Brian Sicknick, que horas después del asalto terminó falleciendo en el hospital. Debajo de sus banderas confederadas, no hay más que odio.

Asimismo, la diferencia que hubo en la respuesta de las fuerzas de seguridad el pasado miércoles, y las que tuvieron lugar durante las protestas raciales, volvió a poner la discriminación y la doble vara del gobierno en tela de juicio. Mientras en las manifestaciones desencadenadas por la muerte de George Floyd, fueron desplegados miles de militares que reprimieron con fuerza desmedida y prácticas ilegales, en la toma del Capitolio hubo que esperar varias horas para que aparecieran miembros de la Guardia Nacional. Este hecho, fue destacado y fuertemente criticado por varias personalidades, que van desde la ex primera dama, Michelle Obama, hasta el presiden electo, que se preguntó qué hubiera pasado si la turba hubiera sido de Black Lives Matter.

El ataque a la democracia norteamericana, que causó una conmoción inédita desde el 11 de septiembre del 2001, no fue una protesta fuera de control, sino la consecuencia inevitable de un proceso que se desarrollaba a la vista de todos. EE UU podrá seguir por el mismo camino, y dejar que sus heridas abiertas se terminen infectando, o puede aprovechar la exposición de sus miserias para abordarlas. Mientras tanto, tal vez pueda comenzar a entender que la desestabilización, ya no es algo que se juega únicamente con piezas tercermundistas. «