Cada 28 horas asesinan una lideresa o un líder social, cada semana matan a dos excombatientes, y cada semana se produce una masacre. Las cifras son aterradoras, ese es el objetivo de los asesinos. Ante esta situación, es preciso hacerse algunas preguntas. Para superar la ofensiva conservadora es necesario sumar unidad popular en todas las naciones, como enseñó la lucha contra el Alca, o la fundación de la Unasur. ¿Por qué ocurren estos asesinatos?, ¿por qué la comunidad internacional no actúa?, ¿cómo resiste la sociedad colombiana?

La movilización social aumentó a niveles inimaginables en los últimos cuatro años. Una diversa mixtura de indignación, cansancio y esperanza de futuro se alberga en millones de personas, dispuestas a poner sus cuerpos en las calles y sus votos en las urnas para desterrar la violencia política y construir un nuevo país. Quedó demostrado en las elecciones de 2018. Aunque ganó la opción genocida, la diversa oposición progresista obtuvo el 42% de la votación. El proceso de paz, que abrió esa compuerta de lucha social está engavetado en el escritorio del presidente Duque y en la casa por cárcel del expresidente Uribe.

 Un sector del poder colombiano se acostumbró a ganar las elecciones sin competencia, militarizando ciudades y bombardeando guerrilleros y guerrilleras (y comunidades) en nombre de la patria. Uribe hace un año decía en el Senado que prefería combatir guerrilleros en las montañas que en el Congreso. Era el negocio perfecto. En la ruralidad las tierras eran arrebatadas en la cruzada paramilitar para luego ser sembradas con biocombustibles, o utilizadas en la megaminería explotada por grandes corporaciones multinacionales. Hoy la Comisión de la Verdad y la Justicia Especial para la Paz llama a empresarios y multinacionales pidiendo verdad para las víctimas. El temor de políticos y empresarios por sus vínculos con delitos de lesa humanidad se traduce en apoyo al uribismo.

Desde los años ochenta se desataron las peores fuerzas paramilitares y estatales contra quienes pretendieran la paz, la justicia social y la apertura democrática. Ser opositor se convirtió en sentencia de muerte. La Unión Patriótica, el primer intento de paz de las FARC y el gobierno en 1984, fue reconocida ante la CIDH como víctima colectiva de violencia sistemática. Igual el sindicalismo, que puso más de 1200 muertos en su lucha contra el neoliberalismo en los ’80, o los grupos indígenas, campesinos, mujeres, jóvenes, afrodescendientes, intelectuales. El genocidio en Colombia tiene apellido: neoliberal.

Este tamaño ensañamiento existe por la posibilidad del triunfo progresista. La derecha genocida se quedó sin relato, intenta colgarse de la estridencia Trumpiana. El gobierno de Duque apoya la campaña del presidente de los EE UU que agita la migración latina y colombiana con la narrativa anti Venezuela, anti Cuba, con el fantasma “castrochavista”. A cambio, Trump habla mal del Acuerdo de Paz, exige fumigar con glifosato a campesinos, envía misiones militares, le da cobertura internacional al gobierno de Colombia para evitar condenas en el Consejo de Seguridad de la ONU, garantiza el cómplice silencio de la OEA y amedrenta a gobiernos y políticos dispuestos a denunciar y apoyar a la sociedad colombiana.

Las movilizaciones y la disputa política interna, la intelectualidad crítica y comprometida, y la persistencia del pueblo colombiano parecen ser el camino a una Colombia de la vida, del trabajo, de los Derechos Humanos. Si avanza ese movimiento, seguro se animan en la comunidad internacional a hablar más duro, y a exigir el fin del genocidio.

Solo así no quedarán impunes las muertes del historiador Elías Galindo, apuñalado y encontrado con un libro quemado sobre su cuerpo la semana pasada; ni los asesinatos policiales de 14 jóvenes en las protestas ciudadanas del pasado 9-S. El mejor homenaje a las víctimas en la lucha por otra Colombia es trabajar por terminar la ola conservadora, y despertar la solidaridad de quienes en los momentos más oscuros dijeron Nunca Más, pero Nunca Más