En la reciente cumbre virtual de la Internacional Progresista, el pensador estadounidense Noam Chomsky advirtió en su discurso inaugural que «hay riesgos inminentes de una guerra civil en Estados Unidos», y consideró que la crisis de la  pandemia se superpuso, agravándolas, a tres calamidades preexistentes: “la amenaza de una guerra nuclear, la catástrofe ecológica y la destrucción de la democracia”. 

La acuciante pregunta de si el capitalismo contemporáneo es compatible con la democracia ya no es sólo un doloroso interrogante de los empobrecidos países del sur de la tierra. El avance de las derechas, incluso en sus versiones más extremas, tanto en los países periféricos como en las naciones prósperas, la supresión de garantías y derechos en nombre de la seguridad nacional, la violación sistemática de los derechos humanos y el regreso agravado de la discriminación, el racismo y la represión a las minorías ya son parte del paisaje cotidiano de Europa y Estados Unidos.

La extendida ilusión de que la pandemia, al desnudar las consecuencias de la globalización capitalista y la mercantilización del aire, la tierra y el agua, y el avasallamiento de la naturaleza toda, bastaría para que se imponga una conciencia universal que revalorice los bienes comunes, ya se ha disipado casi por completo, y avanza la convicción de que solo la movilización de los trabajadores de todo el mundo, de los movimientos de género, de las minorías oprimidas y de los marginados podrá detener la guerra global que ha desatado el capital financiero contra los trabajadores, el medio ambiente, y la democracia, según proclama el manifiesto liminar de la  Internacional Progresista. 

La entidad surgió de la alianza entre el Movimiento para la Democracia en Europa (DiEM25), fundada por el economista griego Yanis Varoufakis  y el The Sanders Institute. En ésta, su primera reunión, participaron además Naomi Klein, el ex presidente ecuatoriano Rafael Correa y los candidatos Luis Arce, de Bolivia, Andrés Arauz, de Ecuador, y  Gustavo Petro, de Colombia, además de la exembajadora argentina Alicia Castro, entre otros. 

Hasta hace pocos años, la cuestión democrática aparecía como carencia y reivindicación casi excluyente de los países del llamado Tercer Mundo, asolados por dictaduras militares y por las autocracias sostenidas por las potencias imperialistas, donde la pobreza extrema y el atraso económico y social eran el correlato del saqueo de los recursos naturales por parte de esas mismas potencias. En tanto que las naciones desarrolladas gozaban de altos estándares de consumo, en buena parte sostenidos por la depredación del sur subdesarrollado y dependiente.

La situación ha variado sustancialmente con la hegemonía mundial del capital financiero, el quebranto de las opciones reformistas como la socialdemocracia europea y su viraje al social liberalismo, y el resurgimiento en esa brecha de la derecha radical como opción de masas que capitaliza el desencanto causado por los estragos del neoliberalismo. 

Ya no es posible, ni siquiera retóricamente, separar la cuestión democrática y la causa de los derechos humanos de la defensa de la tierra y la lucha por la paz y el bienestar de los pueblos. Los estados de bienestar han sufrido el asalto de los mercados, con la privatización creciente de servicios y bienes que constituyen derechos humanos fundamentales para la vida, como la educación, la previsión social y la salud, que han sido parcial o totalmente cedidos al mercado. 

La apropiación privada del ahorro público también ha dejado de ser un daño que solo aflige a los países pobres. En el sector salud, la aplicación del principio just in time, que rige la empresa privada y que considera un derroche innecesario mantener recursos ociosos y de reserva, tuvo un alto costo humano aún en los países ricos como Estados Unidos, que, con la llegada del Covid-19, no tenían ni camas ni respiradores suficientes para el aluvión de infectados. Y en España, la pandemia mostró las enormes falencias en la gestión de los geriátricos a cargo de empresas privadas de matriz estadounidense, que en su país también administran cárceles con idéntico criterio mercantil.

Por primera vez, aún en medio de las disparidades del desarrollo social y del crecimiento económico, el debate teórico y político entre los países del mundo desarrollado y las naciones subordinadas tienen fuertes puntos en común que la pandemia mundial ha puesto en primer plano. Los pueblos de todas las latitudes arden de ira. La peste ha desnudado las desigualdades económicas y de género que el neoliberalismo ha exasperado. Para las fuerzas que propugnan un cambio sustancial en las relaciones de los hombres y las mujeres entre sí y con la naturaleza, se trata de organizar el descontento en la búsqueda de un nuevo modelo de producción post capitalista, o por lo menos post-neoliberal.

Para los países de América latina, la conquista de la democracia es una cuestión crucial porque es inseparable de la emancipación de la pobreza y las enormes desigualdades que condenan a nuestros pueblos. Los gobiernos reformistas y populares del subcontinente son agredidos una y otra vez con la violencia policial y militar, con la manipulación de la justicia, con las campañas mediáticas y el uso del law fare y la extorsión permanente que ejercen los, dueños del capital. 

En los países donde han crecido alternativas populares, las derechas apelan a todos los medios, incluida la violencia y el terror, para impedir su triunfo y consolidación. Todo ello con la intervención abierta o más o menos encubierta de la administración Trump, quien está empeñado en una feroz disputa de influencia con China en América Latina.

Aquí y ahora

La Argentina de estos días no escapa a esa ola de violencia y desestabilización. En los primeros meses del gobierno del Frente de Todos, y en medio de la brutal crisis económica, alguien metaforizó el inmediato itinerario de gestión del presidente Alberto Fernández como una caminata sobre hielo quebradizo. Lo que vino después fue mucho peor: a la devastación de las fuerzas productivas y de las finanzas públicas que legó Mauricio Macri, se agregaba el Covid.19 con sus enormes costos económicos y humanos. La pandemia llegó cuando se estaba reconstruyendo el Ministerio de Salud, que el gobierno anterior había rebajado a secretaría y que Adolfo Rubinstein había abandonado dejando una deuda de 14.000 millones de pesos y dos pandemias evitables, la de sarampión y la de dengue, previas a la pandemia en curso. 

Hoy el escenario público está enrarecido por el acoso golpista a que la jauría mediática somete al gobierno, por la insolente extorsión de una burguesía que vive y piensa en dólares y por una oposición política que trata a toda costa de paralizar la capacidad de decisión del Poder Ejecutivo, único recurso con que cuenta Juntos por el Cambio para mantener su propia cohesión política, a falta de un proyecto alternativo luego de la depredación perpetrada por Mauricio y su pandilla.

La resistencia en el Congreso remite a tácticas ya conocidas y de larga práctica, que ahora incluye desde los remilgos para sesionar por teleconferencia hasta la impugnación por vía judicial de los proyectos aprobados por la mayoría. Clarín y la Nación sistematizan y amplifican los argumentos de los voceros de la coalición de derecha, algunos de ellos de una trivialidad digna de los programas de chismes de la farándula. 

Mientras las cifras fatales de la pandemia se mantienen en lo alto, el país libra una guerra sin cuartel contra la especulación financiera a partir de las limitaciones impuestas a un puñado de grandes empresas, que sólo podrán pagar mensualmente el 40 por ciento de sus deudas con dólares suministrados por el Banco Central. La escasez de reservas alienta una ofensiva devaluatoria de la mafia financiera. Los grandes tenedores de dólares, expertos en la rapiña y la evasión fiscal, disponen de un arma poderosa para manipular los precios de bienes y servicios, envilecer los salarios vía devaluación y, en fin, condicionar las políticas económicas y poner de rodillas a cualquier gobierno que no consiga imponerle límites económicos y políticos.

En este clima rabioso y crispado, la Asociación Empresaria Argentina (AEA), que agrupa a los dueños y representantes del gran capital, parece pensar que puede torcer el rumbo de la gestión al lanzar un documento impregnado de autoritarismo, que cuestiona de manera radical el DNU, convalidado por el Senado, que declara servicio esencial a las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) y congela las tarifas de la telefonía fija, celular, internet y televisión paga. También alega que “es fundamental evitar los controles de precios, así como el congelamiento de tarifas que tensionan la ecuación económica de las empresas”, y arguye que debe “garantizarse el derecho de propiedad y evitarse la aplicación de impuestos confiscatorios que alejen de la Argentina a empresas y personas».

Es la misma historia de siempre, la nefasta repetición del ciclo en el que gobiernos reformistas, que impulsan o abren brechas para la conquista de una democracia de masas, son llevados al desgaste y caída al menor intento de tocar alguno de los privilegios del gran capital, ahora ya sin la intervención de las fuerzas armadas. 

Pero, de un modo u otro la violencia está presente en cada ademán opositor. Mientras el Presidente se esfuerza en mantener su estilo mesurado y conciliador, el Frente de Todos, sus dirigentes y militantes, cavilan formas novedosas de movilización que, al tiempo que no transgredan las normas de cuidado que el propio gobierno ha dictado, muestren la potencia de un movimiento de masas que la peste mantiene encubierta.