En el Quijote Cervantes echa mano a un recurso de larga tradición. Pone en escena a un historiador de origen árabe, Cide Hamete Benengeli, quien le habría entregado un manuscrito donde está escrita la historia del hombre que enloqueció leyendo libros de caballería. Podría pensarse que a Carlos María Domínguez, el escritor argentino que vive en Uruguay, el autor de la inolvidable novela La casa de papel, le pasó algo parecido: recibió de manos de Hugo Rocha un manuscrito de Arturo Despouey que bajo el nombre de Guy Delatour, cuenta su propia vida. El manuscrito, además, como si se tratara de un guiño literario que remite al artificio de Cervantes, se llama Quijote 44. Sin embargo, no es un guiño. El manuscrito existe y Arturo Despouey –igual que Hugo Rocha– existió. Nació en 1909 y fue el fundador de la crítica cinematográfica uruguaya, uno de los maestros de otra celebridad del periodismo, Homero Alsina Thevenet, que aparece bajo el nombre de Virgilio. Durante la Segunda Guerra Mundial Despouey abandona Montevideo a bordo de un barco de voluntarios argentinos que van a pelear a Europa. Aunque de origen francés, es anglófilo y se convertirá en corresponsal de guerra y en locutor de la BBC. 

A partir del manuscrito jamás publicado de Despouey, Domínguez, quien se inició como periodista en la revista Crisis cuando el director era Eduardo Galeano y que la dirigió él mismo en la última etapa, escribe El idioma de la fragilidad, una ficción escrita sobre otra ficción que, sin embargo, cuenta una historia verdadera. Es que, como lo dice el propio Domínguez, la ficción es la única manera de abordar la realidad. 

–¿Cuáles son los puntos de encuentro entre la ficción y la realidad en El idioma de la fragilidad?

–Siempre se cree que una novela es el fruto de una experiencia meditada, compleja. Pero no es tanto que uno elige, sino que es elegido por los temas. Yo estaba escribiendo la historia de la Cinemateca Uruguaya, de la formación de los cineclubes en los años ’30 y ’40 cuando volví sobre este personaje. Y digo que volví porque cuando hice la biografía de Onetti, encontré que cuando era secretario de redacción de Marcha se quejaba de que Arturo, que cubría teatro y cine entregaba siempre las notas tarde. En la ciudad corría la leyenda de su dandismo, de su vestimenta extravagante de foulard, bastón  y galera. Fue casi el último dandy que vio la aldea. Hugo Rocha, que falleció hace dos años, fue el que me acercó este manuscrito de Despouey, que se llama Quijote 44 donde bajo el formato de una novela hacía una confesión biográfica. Lo que me deslumbró es que para conocer la intimidad de esa persona había que buscarla en la ficción, mientras que cuando uno la busca en la persona, el mundo de la intimidad se pierde.

–¿Qué tomó de ese manuscrito?

–Allí encontré el argumento de ese viaje que hace en el año ’42 a Londres, en plena guerra, en un barco de voluntarios  argentinos. Eran 700 páginas que nadie quiso publicar porque no estaban bien escritas, eran farragosas, tenía momentos deslumbrantes, frases muy brillantes pero en otros momentos Despouey se hundía en la trivialidad devorado por su propia vanidad. De niño se había sentido humillado por su condición de tartamudo y por ser considerado feo, el monstruo de la familia. Su inteligencia, sin embargo, lo hacía brillar de una manera muy vanidosa, lo que creo que le malogró muchas zonas de ese manuscrito. El tema era cómo abordarlo. No podía trasmitirlo literalmente y tampoco le podía hacer una peinada periodística o tomarlo como una biografía porque estaba jugado desde la ficción. Por fin encontré, recurriendo a mi bibliófilo narrador de La casa de papel, Carlos Brauer, la forma de entrar en el mundo de la ficción con un personaje de ficción. Brauer está en el lugar del lector, no del narrador. Él hace la lectura que hace cualquier lector de un libro que lo apasiona: lee entre líneas, reflexiona, lo interroga, lo interpreta. Yo le recuerdo al lector todo el tiempo que está leyendo lo que Brauer le cuenta de lo que lee y, al mismo tiempo, lo hago olvidar de esa situación porque lo meto de cabeza en el drama de lo que se está viviendo. 

–Usted dice que en la novela que Guy Delatour, alter ego de Despouey, es como Dahlmann, Tomatis o Larsen, tres personajes de ficción. ¿De este modo expresa sus preferencias literarias?

–Sí, los lectores vamos acumulando admiraciones y Borges, Saer y Onetti son escritores que admiro y de los que aprendí mucho. Son milagros que dio el Río de la Plata. 

–¿Hay alguna transcripción literal del manuscrito?

–Casi nada, todo fue reescrito, excepto alguna frase, como cuando para describir la sonrisa de un muchacho dice «tenía la sonrisa de semental en reposo de Clark Gable» que es de una síntesis maravillosa y de una agudeza notable. Fue un trabajo raro. Tenía que respetar el espíritu de la obra, no quería apoderarme de esa historia enteramente a mi manera. 

–Su novela tiene cierta impronta teatral, ya que transcurre en el ámbito cerrado de un barco. A su vez, ese ámbito teatral tiene el nombre de una película. ¿Fue una elección deliberada? 

–Bueno, la situación estaba dada y yo la potencié. Por momentos las escenas parecen de cine bélico y, por momentos, de cine de teléfono blanco o de cine existencial. Narrativamente yo he trabajado bastante cerca del agua en varias novelas y cuentos. Es un ámbito en el que me siento cómodo. El encierro le da un carácter simbólico a lo  que ocurre porque pone en escena una humanidad aislada y sujeta a las fuerzas de la naturaleza. Nadie puede irse en cualquier momento como sucede en la ciudad. Eso potencia las irritaciones, las tensiones, las contradicciones, los momentos placenteros. Eso me daba la oportunidad de mostrar el arte de la seducción que ejercía Arturo Despouey, un arte común en los hombres de su generación que  se perdió. 

–En el caso de él, quizá ejercer la seducción fuera una forma de compensar la baja autoestima que tenía. Por eso se vestía con ropas llamativas. 

–Claro, disimulaba la fealdad con extravagancia, pero, al mismo tiempo, esa condición de gran seductor lo llevaba a un abismo porque tenía impotencia sexual. Es una gran contradicción, porque cuando sus intentos de seducción se consumaban terminaban en la nada. 

–Lo propio de un seductor es seducir, no consumar. 

–Sí, he visto en historias por ejemplo de Maneco Flores Mora que fue otro hombre del ’45, de Tola Invernizzi que fue un pintor uruguayo al que yo le dediqué una biografía, que eran capaces de competir en la seducción de una muchacha sólo por el hecho de ser caballerescos y notables en ese arte fugaz. Esa fue una generación singular. A muchos de ellos los conocí ya de viejos. Homero Alsina Thevenet dirigía el suplemento cultural de El País, Hugo Alfaro dirigía el semanario Brecha, donde yo trabajé. En el libro también hay un pequeño homenaje a mi gran amiga María Esther Giglio. La extraño mucho. A ella le encantaba preguntar y meterse en la vida de todo el mundo. Entonces aproveché la novela para recordar su voz cantarina y su manera de decir disparates.

–¿Decía disparates?

–Sí, le encantaba inventar y hacer chistes como cuando le dice a Homero «yo sé que te podrías acostar con la reina de Inglaterra, pero como sos petiso no sé cómo te las arreglarías para subir a la cama». Tenía toda una performance de chistes que le hacía constantemente. Le gustaba mucho usar la palabra como provocación.

–¿Usted le pidió el manuscrito a Rocha o se lo llevó él?

–Se lo pedí porque tenía curiosidad. En cuanto comencé a leerlo corrí a fotocopiarlo. Tenía un gran estado de deterioro. La tinta había comenzado a borrarse, tenía manchas de óxido. Era la imagen de la condición fugaz de nuestra existencia. 

–¿Cuándo se le ocurrió transformarlo en su propia novela?

–Fue una historia que fui madurando lentamente. Al principio era un personaje en el que no me reconocía mucho, muy ajeno a mí en su condición de dandy y su deseo de exhibición. Yo soy más bien un hombre de perfil bajo. Pero le fui buscando los modos de aproximación y me fui enamorando del personaje, Guy Delatour, que fui elaborando a partir de lo que él había hecho pero que se fue llenando de cosas mías. Tenía por su madre un amor proustiano y la muerte temprana de ella me hizo evocar la muerte de mi propia madre. Trabajé con mi propia imaginación y trabajé con mi propia ficción sobre lo que él había construido. 

–¿Qué le produce venir a Buenos Aires?

–Yo sigo siempre la prensa de Argentina. Todos los días me asomo desde allá. Me siento involucrado pero estoy afuera, entonces el contraste es fuerte, porque la Argentina siempre está viviendo una especie de guerra cíclica que regresa en torno a cosas muy elementales que tienen que ver con la sobrevivencia: el derecho a comer, a tener una casa. Hay grandes sectores de la población que avanzan un tramo y luego quedan marginados, se alternan peronistas y neoliberales sin resolver la institucionalidad y la democracia formal sufre. Creo, como decía un amigo mío, que la Argentina es un tango que perdió la letra. 

–¿Se siente uruguayo?

–Alterno, como la ficción y la realidad. A veces soy muy argentino y otras veces, muy uruguayo. Tener esta doble nacionalidad es también no tener ninguna. 

–¿Por qué aparecen sólo las iniciales de las personas a la que está dedicada su novela?

–Bueno, el lector puede saber a quién me refiero luego de leerla.

–Claro, fue lo primero que hice, fijarme a quiénes aludía (risas). 

–En los años ’30, ciertos periodistas tenían el orgullo de ser reconocidos por su estilo y sus iniciales. Si el estilo era claro y reconocible, no hacía falta poner el nombre entero. Era una gestualidad de orgullo periodístico. «

Un escritor en busca del agua  

–¿Fue su gusto por el agua lo que lo llevó a vivir en Montevideo?

–Sí, yo pasé mi niñez y juventud en Olivos a 15 cuadras del río en la época en que uno se podía bañar en el Río de la Plata. Estaba el balneario de Olivos, el Ancla… El tramo de Vicente López a San Isidro se llenaba en los veranos de camiones que iban con la abuela, el loro, la radio, el televisor, el peine. En Olivos entrenaba la troupe de Martín Karadagian. Era una fiesta. A la noche, cuando salíamos de los bailes, los muchachos nos íbamos a la playa a fumar cigarrillos mirando las estrellas. Esta situación que hoy parece idílica terminó con la dictadura que abolió todos los espacios públicos, los privatizó, le ganó terreno al río para hacer las autopistas y el paisaje cambió. En Montevideo me reencontré de nuevo con el agua y con un paisaje más espléndido todavía porque del lado argentino la costa es barrosa y del uruguayo es de arena. Termina el macizo brasileño entonces las rocas generan bahías de arena que le dan un aspecto muy marino. De hecho en Montevideo se mezcla más el agua salada con la dulce y la presencia marítima es mayor. Ellos llaman mar al río, mientras que nosotros nunca le diríamos mar al río barroso que tenemos. Buenos Aires recibe una imagen engañosa del río porque tiene varios colores. Es el Paraná que arrastra las tierras rojas y le da ese color de melena de león que decía Huidobro. El Uruguay arrastra tierras negras y cuando está descargando el río en Montevideo se ve agrisado, y cuando entra el mar, se ve verde. Hay tortugas marinas, toninas. La percepción del río que tiene el porteño es limitada. «