Luego de varias semanas de fuego graneado sobre el gobierno de Alberto Fernández, el Día Nacional de la Militancia, que recordó el regreso de Juan Domingo Perón al país en 1972,  fue una jornada intensa y reparadora para el oficialismo y sus adyacencias.  El pasado martes, en los alrededores del Congreso se agitaba una espesa multitud; adentro, en el recinto de la Cámara de Diputados, transcurría el debate de mayor densidad política que se haya librado en lo que va del año. El tratamiento del proyecto de ley de aporte solidario y extraordinario de las grandes fortunas, que ese día obtuvo media sanción al igual que la modificación a la Ley de Manejo del Fuego, coincidía con el ingreso parlamentario del proyecto de ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo, enviado por el Presidente cumpliendo una promesa de campaña largamente reclamada por los movimientos de mujeres y sus innumerables apoyos y solidaridades. 

La aprobación en la Cámara baja de dos proyectos que el establishment rechaza con tenacidad y encono, fue caracterizada por la prensa de negocios como un triunfo del “cristinismo”, en particular del principal impulsor de ambas iniciativas y presidente del bloque del Frente de Todos, Máximo Kirchner. Pero a nadie, ni en ambos lados de la grieta ni entre los que se creen por encima de ella, se le escapa la enorme carga de sentido que tiene la imposición de un aporte extraordinario a los millonarios, justamente en el Día de la Militancia y acompañado por una marea humana que anegó las calles y le dio un imponente marco de masas al debate parlamentario.

Analistas y voceros de la oposición repetían en los medios de comunicación los mismos argumentos que se oyeron de los diputados de Juntos por el Cambio en el recinto, reiterados en un twitter donde decían defender, con 115 votos propios, “el sector que genera empleo e inversión en el país”. Lo que les valió los irónicos comentarios de los todistas, que los acusaron de ser “un partido para el 0,02 más rico”, en alusión al porcentaje de acaudalados que se vería afectado por la propuesta de Kirchner y Carlos Heller de aplicarles una tasa del 2 por ciento al patrimonio personal de los que poseen más de 200 millones de pesos, según su última declaración jurada.

Como es de conocimiento público, los poco más de 300 mil millones de pesos que se espera obtener se destinarán a la compra y/o producción de equipamiento e insumos críticos para la emergencia sanitaria; créditos para las pymes; programas para el desarrollo de los barrios populares; becas Progresar y programas de exploración y desarrollo de gas natural a través de Enarsa.

Pero, con todo lo que implica esa suma de dinero para la gravísima coyuntura económica y social que atraviesa el país, el llamado impuesto a la riqueza tiene un impacto a igual altura por lo que su concreción simboliza para la mayoría del Frente de Todos, como una esperada señal de identidad y pertenencia política e ideológica, hasta hace poco escamoteada quién sabe en qué despachos del Congreso y acaso de la Casa Rosada. 

Por otra parte, la celebración de la militancia como praxis política emancipatoria y transformadora ha entrado de lleno en el campo de batalla político, ideológico y cultural que fractura de manera desigual a la sociedad. Si para las clases y sectores que históricamente han sostenido la lucha por los derechos sociales, la militancia tiene un sentido entrañable de compromiso y solidaridad, la derecha pronuncia esa palabra con desprecio, tal como lo hicieron Alfonso Prat Gay cuando se refirió a “la grasa militante”, y luego el ex ministro de Salud macrista Arturo Rubinstein, que abominó de los  “científicos y médicos militantes” que asesoran al gobierno. Alguien en estos días recordó que lo que el banquero Prat Gay llamó “grasa miitante” es parte de los movimientos sociales, las militancias juveniles y el personal de salud que está p0oniendo el cuerpo y el alma en los barrios populares en todo el país.

El martes, ante las caravanas y movilizaciones de agrupaciones políticas y sociales, sindicatos y colectivos de mujeres, que se repitieron en las principales ciudades del país, en el canal TN el analista Luis Tonelli afirmaba con sarcasmo que si a las movilizaciones se les quitaba el sonido podrían parecer cualquier cosa, incluso una carrera de autos como las que auspicia Rodríguez Larreta en la CABA. 

El empeño evidente es desvalorizar el apoyo y activo que mantienen Alberto Fernández y Cristina Kirchner, así como la capacidad de movilización que demuestra, una y otra vez, la base social que sostiene un gobierno sitiado por las fuerzas del mercado. 

Pero, más hondo aún, en los dueños del capital y sus voceros late el odio y el temor a la acción directa como forma de lucha popular que sostiene y radicaliza los conflictos que se resuelven en ámbitos institucionales, en este caso el Congreso. Frente a eso, no tienen otra respuesta que la represión, si son gobierno, y la estigmatización y la condena como una práctica delictiva, si son oposición.

Las militancias –como pluralizó el Presidente para abarcar todas sus expresiones y métodos— y su herramienta fundamental, la movilización, están en la base de toda conquista de derechos que se haya logrado en la Argentina. En ellas se sostuvieron los gobiernos populares y democráticos, en ellas se afianzó la democracia, que tiene su mayor representación militante en las madres y abuelas de Plaza de Mayo, que sostuvieron en los años más aciagos la memoria de los cuerpos y los sueños con que militaron sus hijos.

Perú, hondo y duro

Comentando en un canal de televisión las movilizaciones peruanas que depusieron al breve dictador Manuel Merino, el doctor en ciencia política Sergio Berensztein manifestaba su asombro por el desorden social y la crisis política que agobia a un país “que había logrado ordenar y estabilizar la economía” desde Fujimori en adelante. Parece mentira que el doctor Berensztein no alcance a descifrar que la crisis política y social de Perú se incubó en la profundamente desigual distribución de la riqueza y en las penosísimas condiciones sociales en que viven los jóvenes peruanos que se alzan contra los estragos del neoliberalismo.

Y en lo más cruento y heroico de la insurrección chilena, la secretaria de Internacionales de La Nación, Inés Capdevila, se preguntaba en cámara por qué “un modelo económico exitoso, en una democracia liberal como la de Chile”, fue repudiado por las formidables movilizaciones que se sucedieron en 2019 y 2020. La causa, imaginaba la periodista, es que los pobres de ese país modélico se rebelaron porque “quieren acceder a derechos que son de la clase media”, en referencia a la educación, la salud y las jubilaciones, que al igual que el agua, en Chile dejaron de ser derechos sociales básicos para pasar a ser mercancías, garantizadas como tal por una constitución que subordinó la vida a las exigencias del mercado. 

Esta concepción de que el derecho a vivir se paga al contado es el núcleo irreductible del capitalismo financiero. Pero el impiadoso experimento neoliberal impuesto a sangre y fuego por el dictador Augusto Pinochet, celebrado por todos los teóricos de la libertad de mercado y elogiado por el mismísimo Friedrich August von Hayek, que por aquí tiene muchos fieles, fue derrotado en las calles chilenas por un movimiento espontáneo de hombres, mujeres y niños empoderados de coraje y creatividad. 

Las resistencias populares en Chile y Bolivia, que acaba de reconquistar limpiamente el poder político, han ganado para sí y para América latina dos batallas decisivas en  esta desigual confrontación con el neoliberalismo, en las que las derechas apelan a la violencia física y simbólica, a la complicidad de núcleos decisivos del Poder Judicial, a las fake news y a la manipulación grosera del pasado y el presente gracias a la formidable maquinaria mediática.

Chile: una rosa de hierro, / fija y ardiente en el pecho / de una mujer de ojos negros. / Tu rosa quiero. El intenso poema de Nicolás Guillén resuena en estos días en que el pueblo de Chile ha herido de muerte la más perfecta arquitectura jurídica e institucional que se haya elaborado para despojar a un pueblo de sus derechos fundamentales.