Era la noche del 5 de enero, y el asunto, luego de haber preparado minuciosamente el ambiente para recibir a los Reyes Magos, era irse a dormir imaginando qué regalos nos iban a traer.

Nosotros vivíamos en el centro, en Plaza Lavalle, y en aquellos años las tres plazas estaban rodeadas de mateos, unos carros de paseo hermosamente fileteados al mejor estilo porteño, cada uno de ellos tirado por un caballo. Y estos, en la espera, entre paseo y paseo, no podían más que hacer sus necesidades sobre el asfalto.

María, mi vieja, luego de asegurarse de que yo estuviese dormido, esa noche, en secreto, se ocupaba de recoger algo de eso que habían dejado los caballos. En nuestro living esperaban los baldes de agua y algo de pasto para que bebieran y comieran los camellos. 

Al despertar, estaban los ansiados regalos entre baldes vacíos, restos de pasto… y la bosta. De esa manera no me quedaba ninguna duda de que los Reyes Magos con sus camellos habían pasado por allí.

Entre los regalos también había pequeños trozos de carbón. Y mi vieja me decía que no sabía de qué se trataba eso, que ella no tenía nada que ver con los trozos de carbón, que era un asunto entre los Reyes y yo, y que tal vez los habrían dejado para marcarme travesuras que me habría mandado. 

Y como uno había hecho muchas tropelías a lo largo del año, resultaba razonable. Pero no importaba demasiado en ese momento, porque había una multitud de regalos para disfrutar.

Ya lejos de aquella noche de Reyes, un día yo jugaba con mi trompo –después de haberme mandado una de las mías– y súbitamente me pegó en la cabeza un pedacito de carbón. 

El susto fue total. 

Fui corriendo y muerto de miedo le dije a mi vieja: «¡Mamá, mirá lo que me cayó desde arriba!». 

Y ella, con la ternura de siempre en sus ojos, respondió: «¿Viste? Entonces no hagas lío, no jodas, negrito».

Así era mi amada vieja, la inolvidable María Fontova, una gran concertista de piano que en su adolescencia conformó un dúo con su propio padre, mi abuelo León Fontova, que era violinista. En esos años de juventud, ella y León, a piano y violín, tocaban por todos los rincones del país, y lo hacían ya sea en teatros, como en cárceles y fábricas, entre otros lugares. 

Así, recordando tantas y tantas cosas de su vida, mi vieja nos contó que al final de uno de esos conciertos, esa vez nada menos que en la cárcel de Ushuaia, a uno de los internos se le permitió entregarle un papelito. Así fue que la joven y hermosa pianista había recibido un poema escrito por el mismísimo Santos Godino. 

Sí, el Petiso Orejudo.

Vaya a saber si Mágica María –la persona más delirante que conocí en mi vida– conservó ese papelito. La verdad es que nunca le importó explicarnos qué ocurrió con ese poema. Y si es que lo había perdido, realmente no le importó. 

Así era mi alucinante vieja. Solo «aquí y ahora», amor, humor, música y una gran cocinera, porque en medio de un maravilloso Concierto Italiano de Bach se levantaba de su piano Bechstein para ir a la cocina a controlar el delicioso puchero que estaba haciendo. 

Encima, la inolvidable, chiflada María, que inventaba bosta de camellos en la noche de Reyes y le tiraba pedacitos de carbón en la cabeza a su querido hijo, era peronista. 

¿Qué más? <