Donald Trump logró 290 votos en el colegio electoral contra 232 de Hillary Clinton. En el recuento final, aún faltaban los datos definitivos de Michigan, que otorga 16 electores que no cambiarán al resultado final. Sin embargo, el resultado en ese estado industrial -cuna de la producción automotriz desde Detroit, una suerte de capital de lo que llaman el Cinturón de Óxido de Estados Unidos- podría acrecentar aun más la diferencia a favor de Hillary Clinton, la verdadera ganadora en las urnas. La ex secretaria de Estado tenía en todo el país el 0,5% más de sufragios que Trump, 574.064 votos, y peleaba mesa a mesa en Michigan. Esta es la buena razón que justifica la protesta de los cientos de miles que salieron a las calles en todo ese país (ver aparte) al grito de «No es mi presidente».
Pero hay una escandalosa manipulación electoral que explica, más allá de argumentos sociológicos absolutamente válidos, cómo un outsider de la política pudo arrebatar distritos normalmente demócratas a Hillary Clinton. Se trata de trampas legales que se hicieron con los métodos más sofisticados de ingeniería electoral a partir de 2010 y que garantizan que -aun con menos votos- los republicanos vayan a mantener el control de ambas cámaras por décadas, si es que los demócratas no se despiertan y se ponen a la cabeza de los reclamos populares.
El término gerrymandering surge en 1812 de la caricatura con la que un dibujante de un periódico de Massachusetts se burló del gobernador Eldbridge Gerry por manipular las circunscripciones para ganar una elección que le venía complicada. El hombre unió territorios determinados en un mapa que de tan arrevesado parecía una salamandra. La unión de Gerry + salamander sirve para definir desde entonces a esa manipulación grosera de la voluntad popular.
El peso de esa maniobra fue crucial para que los republicanos ganaran ambas cámaras y desde allí bloquearan iniciativas de Barack Obama en este último tramo de su gestión y podría marcarle la cancha a Trump, si no hace las paces con el establishment de su partido.
Es obligación que cada país haga un censo poblacional en los años terminados en 0. El de EE UU de 2010 les dio a ciertos genios de la informática , según cuenta David Daley en «Ratf**ked(por Ratfucked, que se puede traducir como «robar» o «desorganizar algo ajeno»): La verdadera historia detrás del plan secreto para robar la democracia en EE UU» la ocasión de poner en marcha un colosal proyecto para dibujar circunscripciones que garantizaran el triunfo republicano en la composición parlamentaria fuera del resultado de las urnas.
Daley reconoce que en EE UU la práctica del gerrymandering es habitual desde los primeros años de la república, pero la novedad fue que se aplicaron modelos computarizados con la base de datos del censo para trazar nuevas fronteras electorales. Así, se juntaron circunscripciones con mayoría negra, hispana o de votantes demócratas y se las separó de las blancas y republicanas de modo tal que en la cuenta final, a pesar de recibir menos sufragios hubiera más bancas de color rojo -el color de los republicanos- que azules. Karl Rove, estratega y jefe de Gabinete de George W. Bush, lo dijo de un modo incuestionable: «Quien dibuja las líneas hace las reglas.»
En este oscuro plan, complementario del sistema electoral indirecto -que fuera pergeñado por uno de los padres fundadores, Alexander Hamilton, con el objetivo de que la presidencia «nunca recaiga en manos de ningún hombre que no esté dotado con las capacidades requeridas»- los republicanos dieron este batacazo que pasó desapercibido en el fárrago de análisis socioeconómicos.
La eficacia del modelo es evidente en el ya mencionado Michigan. En 2010, el republicano Rick Snyder arrebató la gobernación a los demócratas y pudo rediseñar 148 distritos legislativos y 14 del Congreso. En 2012 los votantes eligieron a un senador demócrata por más de 20 puntos y reeligierona Obama por casi 10, pero los republicanos ganaron más escaños legislativos. Ahora Trump encabeza el recuento por 12 mil votos (si, 12 mil sobre casi cinco millones).
En Ohio, otro de los estados que inclinó la balanza, hace seis años los republicanos ganaron la gobernación con John Kasich y rediseñaron 132 distritos estatales legislativos y 16 del Capitolio. Dos años más tarde lograron 12 escaños contra 4 en la Cámara Baja, a pesar de tener solo el 52% de los votos.
Pensilvania fue otra «sorpresa» de Trump, que debe parte de su éxito al ex fiscal republicano Tom Corbett, que desde la gobernación también aplicó el «lápiz electoral» para distribuir territorio. Otro tanto ocurrió en Wisconsin, en la mira por el supuesto cambio de rumbo de los votantes. Cuando al principio de la década Scott Walker fue electo, tuvo las manos libres para trazar líneas tan beneficiosas como para que hasta el vocero Paul Ryan, el influyente portavoz republicano, pudiera llegar al Congreso.
Hay reclamos para el cambio de la ley electoral desde hace mucho pero no prosperaron hasta ahora por la resistencia del que ganaba el comicio. Menos se habló del rediseño territorial. Quizás ahora sea el momento, desde esas calles que dicen «No es mi presidente». «