Nadie en sintonía con los tiempos que corren se atrevería a repetir en serio la trillada frase de que «la mujer es la reina del hogar». Sin embargo, la publicidad –cuyo reloj siempre atrasa en relación con el género femenino– la considera a tal punto la reina del hogar, que le ha erigido su propio trono. Y no se trata del trono de «la noble igualdad», sino por el contrario, del de la desigualdad más absoluta: el inodoro.

No es una casualidad que a ese pedestal plebeyo se lo llame trono. Las razones son por lo menos dos. En el Palacio de Versalles el soberano recibía a sus ministros y edecanes, por la mañana, sentado en una silla real especialmente diseñada para contener la carga de sus intestinos, aunque todavía estaba lejos la invención del artefacto que haría desaparecer los desechos intestinales como por arte de magia en un torbellino de agua. La segunda razón es que, si como quiere la publicidad, la mujer sigue siendo la reina del hogar, es lógico que tenga su propio trono.

Por eso, quizá no sea mera casualidad que el aviso televisivo de la canasta líquida Glade para el inodoro haya elegido darle al acto fisiológico cotidiano de una familia de clase media un tinte de nobleza. «El baño es tierra de todos –dice la publicidad– pero Mónica logra que cada uno se sienta único. Glade presenta Los señores del baño, con Sofía, la condesa de las mil toallas; o Tommy, el barón de la tina; Enriqueta, infanta de la alfombrita y hasta la vecina, emperatriz metiche. El baño es el reino más visitado. Glade canasta líquida lo mantiene perfumado del primero al último día. Glade, hace de tu casa un hogar.»

Lo primero que llama la atención en este aviso es la ausencia del hombre de la casa, porque Tommy, el barón de la tina, es apenas un niño. Todas son mujeres. Hasta la mascota –oh, casualidad– es una hembra. La única que no tiene título nobiliario explícito es Mónica, encargada de la limpieza de la «tierra de todos», del «reino más visitado». Pero como sobre ella recae la obligación de transformar la casa en un hogar, automáticamente se transforma en la reina de ese hogar que es su creación y su trono es el inodoro. El libro La materia oscura de Florian Werner aporta un dato curioso: para hacer inaudibles los ruidos de la defecación, «en los servicios públicos japoneses goza de gran popularidad un aparato electrónico llamado Otohime, en castellano, ‘princesa del sonido’, que imita el sonido del agua de la cisterna». La pretensión aristocrática, tanto en Japón como en Argentina, es una forma de negar el contenido democráticamente fétido e inmundo del intestino.

El peculiar título nobiliario de reina del hogar está validado, además, por todos los avisos de productos para el baño, que aunque es territorio común, limpian siempre las mujeres. Basta encender el televisor para comprobar que sólo ellas le sacan lustre también al resto de la casa. Sin embargo, el baño es el espacio que excluye con más rigor a los hombres, reservando para las mujeres el territorio de la mierda.

Es posible que la afirmación suene exagerada o risible, sin embargo, es el propio filósofo, escritor y crítico cultural esloveno Slavoj Zizek, quien afirma que «sentarse en un inodoro es sentarse sobre una ideología». El diseñado por los franceses, tiene su mismo estilo radical: las heces desaparecen con la misma velocidad con que la guillotina corta una cabeza. El de los ingleses refleja su liberalismo moderado y su pragmatismo: «que floten y ya veremos». El de los alemanes, conservadores y contemplativos, permite la observación de las heces para detectar signos de enfermedad. ¿Es posible pensar que un objeto tan atravesado por la ideología pueda tener un tratamiento inocente por parte de la publicidad cuando se trata de promover la venta de un producto para limpiarlo?

Los publicitarios de hoy no han inventado nada nuevo. Desde que el baño dejó de ser un lugar aislado y vergonzante ubicado fuera de la casa, para convertirse en un ambiente más, son las mujeres las que reinan sobre los sanitarios. Según se consigna en Buenos Aires y el agua. Memoria, higiene urbana y vida cotidiana que editó Aguas Argentinas, en los años ’20, los sanitarios norteamericanos comenzaron a competir con los ingleses. En los dos avisos de la marca Standard que se muestran en ese libro y se recogen en esta nota, resulta evidente que ya desde esa época el baño era un espacio femenino. En uno de los avisos, una rubia mujercita se muestra exultante dentro de las paredes de su nuevo reino. En la otra, es la mucama la que se hace cargo de la higiene del niño dentro del novedoso ambiente, mientras la figura de la madre y el padre, vestidos como para una salida de gala, aparecen en el espejo observando la escena complacidos. Según se deduce de esta última publicidad, sólo la mujer de clase baja o media reina desde el inodoro, mientras en las clases altas son otras mujeres, las mucamas, las que se encargan de las tareas sucias sin adquirir por eso ningún título nobiliario.

¿Por qué la publicidad le confiere ese espacio a la mujer? Lautaro Varni, titular de Varni Publicidad, asegura que los creativos publicitarios sólo se ocupan de «buscar una forma lo más atractiva posible para contar lo que les indican los estudios de los investigadores de mercado». Y observa que, si bien es cierto que en las publicidades los hombres no se ocupan de limpiar el baño, quizá porque tampoco lo limpian en su casa, sí lo hacen cuando pertenecen a una empresa de limpieza de oficinas, por ejemplo, o cuando trabajan en un restaurante. El trabajo remunerado, según parece, es capaz de modificar los roles estereotipados que la sociedad establece para el hombre y la mujer, y la publicidad reproduce o enfatiza.

Pero la materia fecal no sólo tiene un tratamiento particular en las publicidades de artículos de limpieza. También los laxantes pertenecen al ámbito femenino. Es muy común que la publicidad muestre una mujer molesta y contrariada al acostarse, que a la mañana siguiente, previa pasada por el trono que la erige en reina, se muestra radiante y reconciliada con la vida. El yogur, un producto que se cree beneficioso para la flora intestinal y promotor de la regularidad de la evacuación, también es cosa de mujeres. Alquimista de la mugre y el mal olor, una madre es capaz de combatir con el producto adecuado el tufo insoportable que invade la casa cuando su hijo adolescente se saca las zapatillas. Lo propio de la reina del hogar es contrarrestar la guerra bacteriológica que no sale en las portadas de ningún diario pero que invade los hogares desde las entrañas mismas de sus integrantes, desde el hocico y las patas de sus mascotas, desde los estornudos de quienes comparten el transporte público con sus seres queridos y desde las cucarachas y mosquitos frente a los cuales una madre pierde su delicadeza femenina y se convierte en asesina en defensa de los suyos.

«Vos también podés ser una mamá contra el desperdicio», dice una voz en off en la publicidad del papel higiénico Scott. En un parque se ve a una multitud de mujeres enseñando a los niños a cortar la cantidad exacta que se necesita para limpiarse sin desperdiciar. La niña que saca el papel higiénico de un porta rollo adosado a una columna lo hace de modo acertado y casi con tanta habilidad como las mujeres adultas. El chico, en cambio, lo saca a tontas y a locas, en cantidades inusitadas. Las mujeres, según el aviso, desde pequeñas hacen gala de un estreñimiento económico casi innato que posiblemente las llevará luego a una forma de ahorro intestinal que las obligue al laxante. Los chicos, en cambio, tienen una inclinación natural al exceso y la libertad incluso para limpiarse después de ir al baño. El papel higiénico fue inventado en 1847 por el estadounidense Joseph Gayetty y en 1928, el empresario alemán Hans Klenk lanzó al mercado el primer rollo con número de hojas garantizado. En el siglo XXI, las «mamás contra el desperdicio» siguen intentando una vuelta de tuerca sobre ese invento del siglo XIX: ahora, en el aviso publicitario escriben con un fibrón una frase sobre la cantidad exacta de papel y con los brazos levantados la muestran al cielo. Curiosamente, un año después de que Klenk lanzara al mercado su invento, Virginia Woolf escribía una de sus obras más importantes, Un cuarto propio. En ella aseguraba que para escribir una mujer necesitaba un espacio y una cantidad de dinero. Hoy, según parece, sólo hace falta un fibrón y un trozo de papel higiénico. Quizá porque el baño es el mejor lugar de lectura de la casa, con la ayuda de la publicidad, la literatura se ha acercado a los excrementos. Sería un tema a investigar si no es la restricción de papel higiénico promovida desde los avisos de Scott lo que ha dado origen al auge actual del haiku y del microrrelato. «