Para llegar a su casa, un departamento en el piso 13 de un edificio de caja antigua y detalles de clase, casi en el corazón del porteñísimo barrio de Recoleta, hay que pasar la tienda de la diseñadora exclusiva Verónica de la Canal, una casa de electricidad, una quiniela, el Colegio de Escribanos, un “Laverap”, la Comisaría Nº 17, una gráfica y una verdulería. En este barrio residencial, hogar de las clases acomodadas, las señoras emperifolladas que cargan caniches con ridículos moños, las empleadas domésticas que hacen las compras con los uniformes que usaban las mucamas en las novelas de Andrea del Boca, los paseaperros arrastrados por un racimo de canes de raza y pedigrí, y los locales de alta costura pintan el paisaje urbano. Pero en el penúltimo piso de este edificio, no aparecerá nada de eso.
La torre en la que vive Julie Weisz tiene pisos de parquet abrigados por una alfombra verde para recibir a los que llegan, ascensores revestidos en madera y un encargado llamado Rodolfo.

Su asistente, Eugenia, de rulos compactos y amontonados, es quien abre la puerta al mundo de la reconocida fotógrafa.

En su departamento predominan los muebles blancos. Desde el living se ve un balcón amplio por el que arremete la luz de un sol de primavera, que también quiere entrar por las rendijas de las persianas cerradas. Dos gatos, uno hecho bolita, acurrucado en una silla, y otro que se pasea de acá para allá, queriendo llamar la atención, completan la escena. Hasta que aparece ella: menuda, de paso dificultoso, con la espalda algo vencida por los tropezones del tiempo pero con la impronta de una mujer impetuosa, hecha de un material sólido. El pelo corto y platinado. Un peinado despeinado que rompe estructuras con mucha actitud. Los ojos, intensos como el café, dibujan una mirada profunda y luminosa. Lleva un suéter azul eléctrico y un maquillaje muy sutil. «¿Viene la fotógrafa? Porque yo me pinté un poquito», es lo primero que pregunta Weisz.

«En realidad, yo nunca quise ser fotógrafa. A mí me eligieron, entre mis hermanas, para continuar con el negocio familiar cuando mi papá murió», confiesa al recordar sus comienzos. «Yo no tenía idea de qué quería ser de grande, pero ahí no tuve opción”.

Julie Weisz llegó a la fotografía por la necesidad de parar la olla, cuando era apenas una adolescente. Hasta ese momento, nunca había tenido interés en seguir los pasos de su padre. «Yo quería la fiesta, los Beatles… Lo acompañaba a mi papá a sacar fotos pero no tenía una cámara. Le cuidaba los equipos cuando se movía y me quedaba en un rincón donde pasaban los mozos con las masitas. Me divertía yendo a esos bailes de la alta sociedad argentina, que era su clientela, en este barrio. Iba a la secundaria en esa época. Después tuve que cambiarme a un colegio nocturno porque a los 15 años me cortaron la juventud y me mandaron a laburar. Nunca me voy a olvidar de eso, fue un quiebre. Por eso siempre digo que yo no elegí la fotografía, a mí me eligieron».

Su familia llegó de Hungría escapándose de los nazis. Allí estaba el primer fotógrafo del clan, José Gross, casado con la hermana mayor de su padre. Él es quien logró trasladar a los Weisz a la Argentina y salvarlos de una muerte segura en las cámaras de gas. Y ellos, como una forma de retribuirle el gesto y el gasto de pasajes en barco, empezaron a trabajar con él. «Gross les enseñaba a hacer laboratorio, fotos de estudio. Todos los húngaros de la familia pasaron por ahí. Después las mujeres se fueron casando y el único que siguió fue mi papá. Puso su propio estudio en la calle Paraná y sacaba fotos de casamientos, fiestas, comuniones, que es lo que heredé yo, que también empecé haciendo eso. Vivíamos de los eventos sociales y las fotos carnet», cuenta.
A fines de los setenta, su madre le dejó el negocio. Por ese entonces Weisz trabajaba con el Colegio de Escribanos, les sacaba fotos a ellos y a los militares que comían en restaurantes e iban a suntuosas fiestas en el barrio. Hasta que un día la llamaron para fotografiar el vestuario de una obra de Teatro Abierto, el entonces incipiente movimiento cultural que surgió como una reacción al terrorismo de Estado desplegado por la Fuerzas Armadas desde 1976. Creado por referentes del quehacer teatral como Osvaldo Dragún, Carlos Gorostiza, Tito Cossa, Luis Brandoni y Pepe Soriano, entre otros, con el apoyo de Adolfo Pérez Esquivel —Premio Nobel de la Paz— y Ernesto Sabato, este grupo quedó inaugurado formalmente el 28 de julio de 1981.

Con el impulso que genera la resistencia, Teatro Abierto creó 21 obras breves que ofrecía todas las tardes en el Teatro del Picadero. La batalla cultural que libraron contra la maquinaria de censura y muerte que construyó la dictadura cívico-militar mostraba que, aunque intentaran acallarlo, el teatro nacional aún respiraba.
Pero la respuesta de los perpetradores no se hizo esperar: el 6 de agosto, por la madrugada, el estallido de bombas incendiarias hizo arder la sala y causó la destrucción casi total del edificio. Solo sobrevivieron la fachada —que hoy se conserva prácticamente intacta— y un viejo vestuario. Así fue que se mudaron al Teatro Tabarís y repitieron su ciclo de obras en 1982 y en 1983 con el lema «Ganar la calle», y en 1985 con la premisa «En defensa de la democracia, por la liberación nacional y la unidad latinoamericana».

«Lo primero que hago artístico es Teatro Abierto. Siempre había tenido afinidad con el teatro, mi primer marido –Roberto López Pertierra– era director teatral, entonces yo conocía el ambiente. Y empiezo porque me llaman para sacarle fotos al vestuario que iba usar Cipe Lincovsky. Estando ahí, me dijeron: ‘¿Por qué no te quedás para la función?’. Saqué fotos en esa función, en la que le siguió y después me fui a mi casa a revelar. Esa misma noche voló el Teatro. Cuando pasó eso dije: ‘De acá no me mueve nadie’. Y mientras les seguía sacando fotos a los milicos, sacaba a Teatro Abierto. Esas cosas increíbles. Así empiezo a ser fotógrafa de teatro. Y me metí con todo. Mi vida era ir al teatro todos los días. Todavía mis hijos me pasan factura porque a mí no me importaba nada. Les debe pasar a todas las madres que hacen con pasión lo que hacen», reflexiona.

Hasta ese momento le habían impuesto la fotografía. A partir de Teatro Abierto, fue ella quien la empezó a elegir. «De repente, me llamaban de todos lados. Mis fotos les encantaban. Yo nunca tomé clases para sacar fotos de teatro, pero creo que de algún lado lo teatral te viene».
Así, Weisz se convirtió en «la fotógrafa de Teatro Abierto». Y, con el correr de la historia, ese trabajo se transformaría en ícono y testimonio: hoy constituye prácticamente la totalidad de las imágenes que existen sobre ese movimiento. El libro que las compila es su orgullo, dirá después. Una impecable edición de autor, hecha por ella.
Las fotos son contundentes. Muestran con crudeza y sin eufemismos la violencia que se respiraba en la Argentina más oscura. La de los centros clandestinos. La de la tortura. La de la desaparición.

Cuando la invitaron a fotografiar ese vestuario, jamás se imaginó que iba a terminar inmersa hasta el cuello en ese movimiento cultural, ni que sus fotos se iban a transformar en documento, huellas de la historia. Hoy, a la distancia, mira hacia atrás y piensa que tuvo la suerte de estar en el lugar indicado, en el momento justo.»Me pude jugar por eso, involucrar, meter y disfrutar. Porque lo disfrutaba como loca. Es que, si estás haciendo lo que te gusta, no hay vuelta».

En 2016, al cumplirse el 35° aniversario de esta experiencia, Weisz llevó la muestra a Puerto Madryn y también la exhibió en el Teatro Cervantes, en el marco de un ciclo de radioteatro que se llevó a cabo en homenaje a este movimiento cultural. «Yo digo siempre que Teatro Abierto está vivo, porque mirá los años que pasan y siempre aparece algo. Siempre hay algo», sentenció.
Cuando habla, sus 71 años ni se asoman. Irradia luz y energía: habla con la garganta, con las manos, con la cabeza, con los ojos y con las fotos.

A partir de ese redescubrimiento de la fotografía nació «la mirada Julie Weisz», otra manera de pararse frente al mundo. En su vasta trayectoria se destacan trabajos intensos que generan abruptos golpes de realidad. Identidad femenina en una minoría étnica y La vida en terapia intensiva son dos de ellos.

El primero surgió cuando decidió terminar con la fotografía de teatro, que la mantuvo ocupada toda la década del ’80, y andaba en la búsqueda de algo trascendental. Sus fotos la llevaron a Formosa, donde quiso hacer un trabajo sobre una minoría étnica. «Trabajé con los pilagás, pero también estaban los tobas, los wichis…»

Pero de aquella tribu, solo fotografió a las mujeres. «Siempre hice fotos de mujeres. ¿Me pongo los anteojos? —le pregunta a la fotógrafa que la apunta con su redondo ojo de vidrio, mientras ella habla—. Estos son nuevos y se les ve el brillito», explica, mientras muestra unos lentes de marco color lila con strasses a los lados. En ese momento está más interesada en salir bien en la foto que en responder preguntas y corta el diálogo para intercambiar ideas y darle consejos a la fotógrafa. Pide almohadas para quedar en el centro del cuadro y protagonizarlo por completo. Busca un pañuelo para que el cuello no delate su edad. Es coqueta y se quiere mucho pero, además, sabe. Se sienta en un sillón donde el sol del atardecer provoca un baile de luces y sombras. En medio de ese juego ella refulge, mientras la contraluz proyecta su contorno en la pared. Sin dudas, conoce el oficio. Se acomoda, posa para la foto y recuerda que estaba en medio de algo.

«En realidad, yo estaba buscando mi identidad. Y la buscaba en esas mujeres que eran puras: no tenían maquillaje, no tenían pilcha, no tenían ni un espejo donde mirarse, no conocían su propia imagen. La maternidad era el objetivo de vida para ellas. Era lo femenino en estado puro».

En los ojos de las mujeres pilagás la fotógrafa vio una tristeza infinita. Las miradas impactan. «Al final, fue tan fuerte para mí todo eso que me caí con la cámara y me lastimé. Salí de ahí en un estado grave. Después me caí otra vez y otra vez, y así estoy. Pero el trabajo dio resultados porque hay fotos muy lindas».

Su ensayo La vida en terapia intensiva fue otro de los que se publicó en forma de libro. «Ese trabajo también fue muy fuerte. Lo hice entre un cáncer y otro». Lo dice con toda la naturalidad del mundo, sin alterar el tono en el que venía su relato. No cambia su expresión, no dramatiza. Tampoco necesita añadirle ningún condimento. Con la sola palabra basta: cáncer. No uno, dos. «Ahora no lo haría, pero en ese momento se ve que tenía necesidad de hacerlo. Todo lo que hice en mi vida siempre fue desde acá –dice, señalándose el vientre–, desde la panza».

La fotógrafa contará después que está dedicada a la docencia. Que continúa dando talleres y clínicas aunque, a causa de la situación del país, le bajó el número de alumnos. Que planea presentar una retrospectiva de su obra. De fondo, Eugenia sigue trabajando. Y los gatos vienen y van. «