De todas las leyendas que se cuentan sobre los días de la Nakba hay una que siempre me ha llamado la atención, es la de una mujer que en el apuro de la huida se lleva la almohada de la cama en vez de su bebé y sólo se da cuenta de la confusión cuando se ha alejado ya de su casa. La relatan novelistas, testigos, cineastas ¿Se trata siempre de la misma mujer? ¿De dónde era? ¿De Akka? ¿De Yafa? ¿De alguna aldea perdida cerca de las colinas de Nazareth o de la urbana y moderna Jerusalén? Real o imaginaria, la mujer de la almohada ilustra la desesperación de la huida, lo abrupto y violento de la imposición y el desconcierto generalizado de un pueblo que se encontró de la noche a la mañana despojado de su vida tal como la conocía hasta entonces.

Como una existencia suspendida en el tiempo y el espacio, la mujer emprendió un camino acunando una almohada que la lanzó de su vida sencilla al mundo de la realpolitik sin escalas. Tuvo que entender otro idioma, el del desarraigo, la soledad y la muerte. El de ver a sus hijos morir por la patria y también el de tomar ella misma las armas para enfrentar fuego enemigo y amigo. Aprendió lo que era una bandera y una traición. Sobrevivió a todo: hambre, frío, enfermedades, y sostuvo a su familia con fortaleza e imaginación. Aprendió a soportar y enfrentar la frustración de los egos masculinos que la rodeaban y la violentaban, a entender el lenguaje vacío de los líderes políticos. Aprendió a leer descifrando cartillas de racionamiento,hizo cuentas imposibles para multiplicar el pan e intercambió sus joyas por aceite y arroz.Vio a sus hijas desafiar todo su sistema de creencias y correr hacia la libertad de una manera nueva, que le costó comprender. Hizo largos y humillantes traslados para visitarlas en la cárcel. Leyó en sus ojos las torturas y vejaciones que no necesitan palabras ni consuelo y que hacen mella más en los victimarios que en las víctimas.

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Hoy esta mujer es mucho más sabia. Tiene la piel curtida por el sol y las manos resquebrajadas de tanto amasar zozobra. Sin embargo, no la detiene el tiempo ni la angustia, enjuga sus ojos y sigue caminando con su almohada sin detenerse jamás, soñando despierta con poder volver a su casa, pisar descalza la tierra húmeda, ir a cortar leñay sentarse a tomar un café bajo el olivo.

El niño que quedó en la cama ya tiene 70 años y muchas heridas, ha pasado hambre, frío y miedo pero sabe que su madre no lo ha olvidado y vendrá a buscarlo. Le han contado muchos cuentos pero ninguno lo ha hecho dormir. Sigue despierto esperando a su madre ya anciana que camina sin descanso golpeando las puertas de la conciencia de un mundo que parece dormido.

* Carolina Bracco es doctora en Culturas Árabes y Hebrea y secretaria de redacción y edición de la revista Al Zeytun.