La “responsabilidad” goza de buena prensa y aceptación. Es una palabra pero también es una virtud que distingue a las personas, entidades, organizaciones y, por contigüidad, a las prácticas que realizan en sus respectivos ámbitos de acción. 

Es raro que algo que se hace o dice en su nombre motive cuestionamientos. Pero, cuando se trata de temas sociales, entre el dicho y el hecho nunca falta un trecho cargado de sentidos que muchas veces abren el camino de la polémica. 

Es el caso de la Responsabilidad Social Empresaria (RSE), un concepto que hizo su aparición en el imaginario argentino en los años noventa, cuando la economía de mercado terminó de barrer las pocas hilachas que quedaban del pseudo Estado de Bienestar que supimos conseguir en estas latitudes. 

Las acepciones oficiales la definen como un equilibrio entre la necesidad de hacer negocios rentables y el cuidado de una ética funcional a la salud de la comunidad en la que se inserta una empresa y al medio ambiente que le sirve de marco para sus actividades económicas. En pocas palabras: la firma tiene derecho a ganar dinero y la obligación moral de hacerlo sin afectar al entorno y sus recursos. 

El investigador y docente de la Universidad Nacional de la Patagonia Austral, Mario Palma Godoy, amplió la definición: “Es un concepto nacido del capitalismo que propone generar herramientas estandarizadas para mejorar los mecanismos de gobernabilidad corporativa, lograr transparencia en los procedimientos empresariales y generar compromisos con el lugar donde se realizan las acciones, con el fin de controlar el impacto social y económico”. La idea es: “Pasar de la filantropía a la estandarización como principio básico de las organizaciones”, afirmó. 

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Pero los detractores acumulan críticas. Advierten que el concepto de la RSE es un emergente del proceso neoliberal de los 90; un ardid para desviar la atención de las relaciones de explotación laboral; una argucia para limpiar a los que aprovechan esa relación de poder; y, en definitiva, una cortina de humo que oculta la coexistencia de la “responsabilidad” con prácticas delictivas sencillamente antagónicas con los postulados oficiales. 

Otra crítica argumenta que la falta de una ley de RSE facilita esas antinomias porque generan de hecho un marco propicio para que algunas empresas eviten la responsabilidad que se atribuyen discursivamente. 

Esta última mirada tiene amplio consenso en la vereda de los detractores. Sin embargo, el licenciado Flavio Fuertes, representante local del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), plantea que una legislación sería más bien contraproducente para lo que también se da en llamar “desarrollo sustentable”. 

Para Fuertes: “La ausencia de una ley no es un límite” para la responsabilidad corporativa. Al contrario: “Si una empresa puede dar una solución que no está prevista legalmente, esa solución puede servir de ejemplo para que se diseñen luego regulaciones inteligentes que sirvan al conjunto de los actores. Eso es liderazgo y capacidad de innovación”, planteó.  

La reflexión emerge de un debate que por ahora ganan los que prefieren que no se legisle. El argumento es sencillo y contrario a la primera hipótesis: “Legislar, en realidad, sería un límite; pondría un techo”. La frase remite a una de las ideas del capitalismo posmoderno: la ausencia de regulación es coherente con la concepción de un Estado que renuncia a su injerencia en las cuestiones económicas básicas; hace juego con la idea de un Estado en retirada. 

Fuertes lo explica en una frase: “Legislar no sería bueno filosóficamente. La RSE es lo que se hace por encima de la ley, no por fuera de la ley”. Y regular, en ese contexto, equivaldría a “sumar una carga más que las empresas pagarán o evitarán”, sugirió. 

La apelación, según se desprende del testimonio, es a la conciencia, a la “responsabilidad”, de las empresas: “Porque si no ayudan a resolver el cambio climático mañana no habrá planeta ni chance de prosperidad económica. Es un desafío de largo plazo vinculado con la sostenibilidad financiera”. 

El razonamiento implica además una diferencia entre regulación y legislación en la que la primera sale favorecida. Como ejemplo, la fuente citó el caso de la Bolsa de Comercio de San Pablo, que dispuso una regulación para establecer que una empresa debe informar sus limitaciones y riesgos como condición sine qua non para poder cotizar. Palma Godoy se refirió además a una nueva tendencia que propone incorporar “responsabilidad social certificada” a los estatutos de las compañías.

Fuertes se definió partidario de ese tipo de regulaciones y en contra de una ley general: “Porque además puede establecer estándares altos para las pymes y bajos para las grandes empresas, lo que constituye un sin sentido. Prefiero trabajar en mejores regulaciones y sensibilizar a los grupos de interés”, comparó: “Es mejor comenzar a valorar a las empresas que hacen bien las cosas. Sancionar desalienta, provoca no hacer. Hoy la ciudadanía no premia, el gobierno no castiga y las inversores son apenas de corto plazo”, concluyó.

Frente a las objeciones, Palma Godoy reconoció que muchas empresas se sirven de la RSE como vehículo de prestigio sin pasar de la teoría a la práctica. “Sería ingenuo suponer que no hay una tendencia al lavado de imagen. Pero también hay otra tendencia que supone hacer las cosas en serio. Estos son procedimientos públicos, documentados y regidos por estandarización que no permiten quedarse solo en una cuestión declarativa o una dádiva, que son cosas más vinculadas al clientelismo”. 

“Más allá de las críticas -prosiguió la fuente- la RSE nació porque el capital global remplazó al Estado, que se debilitó en su capacidad de manejar capitales. Ante esa retirada, las corporaciones tienen la obligación de genera valor de utilidad pública. Esa dejó de ser una función del Estado. Hoy las corporaciones tienen el 70% de los recursos”. 

La pregunta sobre la RSE en el contexto político y económico que se abrió el diciembre de 2015 se cae de madura pero los entendidos le bajaron el tono a la polémica. Uno de ellos se limitó a decir que en la escena pública argentina las corporaciones nacionales y transnacionales “están tomando un protagonismo inédito en la concentración de la riqueza”, aunque interpretó que ese proceso se produce “con independencia del modelo económico que las cobija”. Sea cual fuere el marco: “La función de la RSE será siempre visibilizar qué valores de utilidad pública van a generar en materia de impacto ambiental, social y económico en las regiones”, concluyó. 

Buenos Aires, sede de la reunión anual de la red Pacto Global

La red de RSE, que en el país cuenta con 700 adherentes entre empresas y organizaciones sociales y educativas, se reunirá el año próximo en esta Ciudad. La cita todavía no tiene fecha aunque se sabe que será la última semana de abril o la segunda de mayo. 

Flavio Fuertes, del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) adelantó que el encuentro abordará cuestiones como el involucramiento de las empresas privadas en las agendas de desarrollo sostenible con el foco en “las oportunidades para el sector corporativo”. También se discutirá “de qué manera las corporaciones alinean sus estrategias con las prioridades de la agenda 2030 de la ONU y cómo participan de los diálogos sobre políticas para alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible”. 

Otros temas serán la movilización de recursos financieros que requiere el financiamiento de esa agenda, entre otros temas. En el país hay 500 empresas y 200 ONG, cámaras privadas y universidades adheridas a la red Pacto Global.