En Estados Unidos, los candidatos presidenciales no sólo contrastan ideas y debaten propuestas, sino que contraponen el aspecto físico de cada uno. La imagen de los políticos debe encajar positivamente en los estereotipos, y la apariencia cobra todavía más relevancia en una sociedad como la estadounidense. El ejemplo más fácil de recordar es aquel debate en el que Richard Nixon se negó a maquillarse, y terminó perdiendo la elección frente a un John Kennedy que lucía radiante. Desde aquella intervención televisiva de 1960, las técnicas del lenguaje corporal y las posturas televisivas se han perfeccionado a tal punto que los mandatarios degeneraron en productos del marketing y, muchas veces, todo consiste en una buena puesta en escena. De cualquier manera, aquella lejana elección podría tener coincidencias con la que nos toca vivir.

Es verdad que Donald Trump utilizó el hartazgo del electorado, incapaz de encontrar un representante auténtico, para descartar lo políticamente correcto y posicionarse como el único que antepone la sinceridad a la conveniencia; pero esto también es un montaje. Lo que realmente marca cómo los republicanos juegan con la imagen es la repetición sistemática de que Hillary Clinton luce enferma y cansada. No importa si la candidata demócrata presentó un registro médico más detallado, o si es más joven que su rival; se fue instalando paulatinamente la idea de que está escondiendo una grave enfermedad. Se habló de su ya conocido coágulo en el cerebro, y se magnificó el ataque de tos que sufrió durante un mitin en Ohio; se asegura que tiene ataques de epilepsia, desmayos y vómitos. La secretaria de prensa de Trump, Katrina Pierson, ya le diagnosticó disfasia, una grave enfermedad cerebral que destruye la capacidad de hablar y de entender.

Sin embargo, la estrategia republicana podría haber sido el tic delator de quien se sabe con las peores cartas, si no hubiera sucedido lo del acto conmemorativo de los ataques a las Torres Gemelas.

Hillary tenía ocho puntos de ventaja, había un pacto tácito para no politizar la fecha, pero decidió asistir al evento. El azar le otorgó a Trump lo que no supieron darle sus habilidades: su contrincante se descompensó, y una cámara pudo captar el momento en el que se desplomaba. Más tarde se revelaría que su malestar fue producto de una neumonía que le diagnosticaron unos días antes. No importa que sea una enfermedad irrelevante si es bien tratada, la candidata demócrata les había dado la razón a los republicanos: está enferma y cansada. ¿Renuncia a su candidatura? ¿Bernie Sanders tomará su lugar? ¿Qué esconde en realidad? ¿Utiliza una doble en sus apariciones públicas? Los medios se replicaban, los periodistas se citaban, y las preguntas tuvieron una respuesta contundente: la cómoda ventaja que ostentaba se volvió a esfumar.

La consulta realizada por CBS y The New York Times ubica a ambos candidatos empatados con un 42% de la intención de voto. A su vez, el promedio de encuestas que publica el sitio Real Clear Politics asegura que la nominada demócrata continúa liderando la carrera a la Casa Blanca, pero con una diferencia del 1,8 por ciento.

Si las encuestadoras lograron reflejar la realidad, a Hillary Clinton se le acabó el margen de error y los futuros debates adquirieron otro valor. Poco importará que su doctora personal asegure que está sana y apta para ser presidenta, si lo que se proyecta es la imagen de una persona enferma.

En estos momentos,la candidata está en condiciones de perder la presidencia, no ya por falta de maquillaje, sino por un eventual ataque de tos. «