En un país de discusiones infinitas sobre menottismo y bilardismo, en el que, tal como advirtió el Checho Batista cuando dirigía a la Selección, es todos los días enfrentarse a 40 millones de técnicos, pocos, muy pocos, saben lo que piensa Lionel Messi del juego. Hay una sola frase, de agosto 2012, en Frankfurt: «Quiero jugar con dos delanteros más». Del resto, son todas suposiciones. O conclusiones sobre esas genialidades de un paso largo izquierdo, un cortito derecho, el impacto y el golazo al arquero de Panamá.

El ciclo post Copa América de Chile de Gerardo Martino tiene una particularidad: de nueve partidos, Messi jugó tan sólo cinco. De los seis de Eliminatorias, apenas estuvo en dos. El primero, contra Ecuador, de local, perdió. Sin el 10, fue a Asunción a empatar contra Paraguay. La siguiente fecha estuvo repleta de alarmas: un punto de seis en una clasificación del Mundial de Rusia complicadísima. Ahí, por primera vez, cambió de piel: contra Brasil, primero, en Buenos Aires y contra Colombia, en Barranquilla, mutó y dejó de ser un equipo que presionaba la salida de los rivales y que apostaba a la posesión de la pelota como método para controlar el partido. Siguió manteniendo lo mismo y Javier Mascherano avisó en la previa al debut contra Chile que serían «prácticos». Tras ganar, incluso, el subcapitán admitió: «Le dejamos la salida a ellos porque sabíamos que podíamos sacar petróleo». «Fuimos intensos para presionar y desde ahí ganamos», blanqueó Augusto Fernández. Sobre el césped del Levi’s Stadium de Santa Clara exhibió eso.

Para este equipo que todavía espera por Messi desde el arranque, pero que ya lo disfrutó en el triunfo 5-0 ante Panamá, con tres goles del 10, a quien el entrenador definió como «el líder dentro de la cancha», la pregunta es si le cabe la idea de jugar a contragolpear. «Maduré», responde Martino, cuando se le pregunta por qué cambiaron. El plantel argentino se dice -entre ellos, más que a la prensa- que «esta Copa no se les escapa». Banega aclara: «Estamos cansados de perder finales». Y la sensación es que la psiquis de este grupo está desesperada: no salir campeones, esta vez, quizás, podría ser la renuncia de mucho de sus miembros. La saturación es tal que Mascherano fue todavía más lejos: «Tenemos que ganar no sólo por nosotros sino para sacarle peso a las generaciones que vienen». A eso, la respuesta del director técnico es ser más conservador. O, contraponiendo sus palabras, aunque suene duro,  cuando él dijo que no cambiaría su forma de jugar porque a Argentina llegó para no ser miserable, advirtiendo que, con tanta figura, él no podía olvidar sus días conduciendo el equipo de Brown de Arrecifes.

¿Qué tan posible es eso con Messi, acostumbrado toda la vida a jugar en el ofensivo Barcelona? Messi es tan grande, que su ingreso al banco de suplentes del Soldier Field de Chicago descontrola más al público que cuando entran los titulares de Argentina y de Panamá. Más de una vez, durante el ciclo pasado, el 10 negoció con Alejandro Sabella que el equipo fuera más al frente que lo que el entrenador quería. Es difícil decirle que no a Messi. Tan difícil como ganar una Copa sin él. Hasta la más increíble inspiración requiere un orden: la cuestión es definir -con Messi de titular- cuál es la piel de este equipo.