Hace poco más de un siglo, cuando el Ku Klux Klan ya estaba consolidado, el republicano Thedore Roosevelt decía con orgullo que “los negros son una raza perfectamente estúpida”. Se los puede matar que nada pasará. Entre sonrisas, el presidente Donald Trump lo recordaba días atrás. Hace dos años, en una gala del Festival de Cannes, el director de cine Spike Lee hablaba del ex y del actual presidente, otro republicano, calificándolos como “dos seres perfectamente hijos de puta”. En sus declaraciones públicas el cineasta negro iba mucho más allá, al cuestionar uno de los más repetidos lugares comunes de la historiografía estadounidense: “Eso de que Estados Unidos es la cuna de la democracia –dijo– es una gran falacia, Estados Unidos se construyó sobre el genocidio de los nativos y la esclavitud”.

Hace un mes, cuando fracasó una invasión a Venezuela financiada por el gobierno de Trump, el veterano de guerra Jordan Goudreau, dueño de Silvercorp, una empresa de mercenarios que opera en todo el mundo por cuenta del Departamento de Estado, el Pentágono, la CIA, la DEA y la Agencia de Seguridad Nacional, se lamentaba de que “esta vez mis muchachos fracasaron”. Luego dijo, sin inmutarse, que el operativo tenía como fin capturar y llevar a Estados Unidos al presidente venezolano Nicolás Maduro. Era obvia la respuesta, pero nadie preguntó quién había autorizado el ingreso del avión con el secuestrado a bordo. Ni dónde mantendrían cautivo a Maduro. Goudreau es un amigo de la casa, no le espera nada grave. Total, dirá, si se mata adentro por qué no matar afuera.

Las empresas de mercenarios como la de Goudreau o como Blackwater, la más célebre de todas, son legales en Estados Unidos. Existieron desde siempre, pero quedaron a la vista y sin tapujos con la invasión de 2003 a Irak. Llevaron al escenario de la guerra –del ataque– a decenas de miles de mercenarios de todo el mundo. Ya en 2008 la agencia noticiosa española EFE citaba al periodista Jeremy Skahill, del semanario The Nation, de Nueva

York, para denunciar que “es a través de estas empresas privadas –Silvercorp, Blackwater y sus subsidiarias ID Systems y Academi, DynCorp, Triple Canopy y la inglesa Aegis, Defense Services, entre otras– que Estados Unidos y sus aliados garantizan su presencia en las áreas calientes sin dejar una huella militar” (ver aparte).

Las empresas de Goudreau y de Erik Prince –el ultra católico dueño de Blackwater anotado como uno de los mayores aportantes personales a la campaña de Trump– ganaron fortunas siderales actuando como ejércitos tercerizados de Estados Unidos. “El Orden Mundial”, un medio de análisis español, señaló el 30 de octubre de 2017 que “las empresas militares y de seguridad privadas mueven en el mundo unos 175.000 mil millones de dólares”. Años antes, en 2009, se había conocido un informe de la Comisión de Contratos de Guerra del Congreso de Estados Unidos que reconocía que no era posible precisar cuánto había pagado el Estado a las empresas que estaban actuando en Irak y Afganistán, pero “los contratos a los que tuvo acceso esta Comisión equivalen a 45.000 millones de dólares”.

En realidad, nadie tiene elementos concretos como para poder precisar cuáles son las cifras en juego. En todo caso, hay coincidencia en que es infinitamente más que esos 45.000 millones e, incluso, los 175.000 millones citados por El Orden Mundial. Las aventura bélicas norteamericanas conllevan naturalmente una gran cuota de secretismo, en la que se mueven recursos de un lado para el otro sin que queden registros. Comentando el incierto final de los cuantiosos fondos desembolsados por Estados Unidos, supuestamente para el combate al narcotráfico (Plan Colombia e Iniciativa Mérida, en México), el ex director del

Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre Utilización de Mercenarios, José Gómez del Prado, dijo en una cita del The New York Times de marzo pasado que “los millones que Estados Unidos dice destinar a la guerra contra el narcotráfico no llegan a los gobiernos locales”. Le faltó decir que todo hace pensar que van a parar a las arcas de las empresas de mercenarios.

Hay países donde los gobiernos han tenido algún gesto de dignidad, pero la tormenta pasó rápidamente y las empresas siguieron actuando con absoluta libertad. En Colombia, por ejemplo, los mercenarios gozan de inmunidad diplomática y, según el columnista Daniel Coronell –analista estrella de Semana, la revista del establishment, y gerente de noticias de la cadena norteamericana Univisión– incluso entrenan a sus reclutas en las instalaciones del ejército. Aun así, son tantas las masacres en las que han participado, y tantos los “daños colaterales” infligidos, que hay un debate inconcluso sobre el rol de estas empresas en la guerra. Hasta ahora no se avanzó más allá de una pregunta central: ¿cuál es el status de los mercenarios?, porque no integran ningún ejército pero actúan con las armas de los ejércitos regulares de sus contratantes.

Mirando a Latinoamérica

En los inicios de la invasión a Irak Estados Unidos mataba con sus marines, pero las tareas aún más sucias las delegó en las empresas privadas. En 2005 ya eran 24 las que estaban desplegadas en la zona. Quien ideó la privatización de la guerra fue el republicano George W. Bush, pero a su sucesor, el demócrata Barack Obama, le encantó la idea. La extendió al mundo entero. Los primeros mercenarios eran contratados en Estados Unidos y juraban bajo el lema nacional “In God we trust” (en dios confiamos), pero pronto el área de reclutamiento se extendió a Latinoamérica, donde abundaba la mano de obra desocupada.

En algún momento se estimó que las matanzas estaban a cargo de decenas de miles de mercenarios, entre ellos no menos de 4000 latinoamericanos llegados de Colombia, Chile, Perú y Honduras. Luego se les agregaron los reclutados en El Salvador y Guatemala, que eran más baratos, así como aquellos eran más baratos que los norteamericanos, los ingleses o los gurkas.

Un experto de la ONU graficó así la utilidad que tienen los mercenarios para Estados Unidos: “Puede ocurrir que una empresa chilena que reclutó mercenarios tuviera personería jurídica en Uruguay. Por lo tanto –explicó–, de surgir un problema legal con uno de ellos, el caso no se dirimiría en Chile. Tampoco sería en Uruguay, porque el contrato no se firmó allí, sino en Virginia, Estados Unidos. Pero los norteamericanos responderían que tampoco les cabe responsabilidad, porque el ilícito se cometió en Irak”. La impunidad queda consagrada.