Tomás Carlovich fue asesinado en tiempos sin fútbol. Una paradoja para el mito construido de boca en boca, el futbolista sin fotos ni videos en acción, apenas algunos registros que no alcanzan a mostrar la dimensión de la que dan testimonio quienes lo vieron en una cancha. El resto sólo sabemos del Trinche sus datos oficiales, los equipos en los que estuvo, las huellas visibles del jugador que reverenciaba Diego Maradona. Lo demás es una transferencia del recuerdo de otros, de la memoria ajena, que igual que la propia también tiene sus trampas. Nunca nada se cuenta tal como sucedió, todos somos narradores imperfectos.

La única certeza del fútbol en la pandemia es su pasado. Los viejos partidos, la efeméride como excusa para contar historias, las series documentales para revivir grandes equipos, el anecdotario con el que se alimentan las páginas deportivas sin competiciones en vivo, sin resultados, sin previas y sin declaraciones, sin fallos arbitrales. Todo lo que queda es la memoria. Por eso una de las coberturas más deliciosas de estos días no se encuentra en ningún medio tradicional sino en las redes sociales, donde el periodista Daniel Arcucci -@daniarcucci en Twitter e Instagram- cuenta en tiempo real y en verbo presente el 1990 futbolístico, lo que va desde el último título de Maradona en Napoli al Mundial de Italia, con anotaciones que guarda en sus libretas desde hace treinta años de su cobertura para la revista El Gráfico.

El Napoli de Maradona fue el equipo que le enseñó a una generación, la de quienes transcurrían su infancia y adolescencia, a mirar fútbol en vivo desde casa, el que le entregó la rutina dominical de sentarse frente a la televisión, algo reservado a Mundiales, acaso a copas internacionales o partidos ocasionales durante la semana. Por supuesto que ya se veía fútbol por televisión, pero con Diego se calendarizó esa experiencia en la pantalla de Canal 9 -una idea de Alejandro Romay- cuando todavía no había llegado la TV por cable al país. Algo similar a lo que sucedió con la NBA que en estos días quedó encerrada en Netflix, la de Magic Johnson, Larry Bird, Michael Jordan, que se ve en El último baile, la serie que recorre el camino al sexto anillo de Chicago Bulls en la temporada 97/98 pero que también se mueve hacia fines de los ochenta y principios de los noventa. No era ahí el básquet en vivo, pero era la espectacularidad que se resumía en Lo mejor de la NBA, también por Canal 9, los domingos a la medianoche con Adrián Paenza en la conducción.

La memoria también es imprecisa en esto, como en todo; es arbitraria y tramposa porque, como lo plantea el escritor español Javier Cercas, nuestros recuerdos se imponen a lo que realmente sucedió. Y así se edifican los mitos. Aun cuando nos ayuden las imágenes, que son la memoria documentada. Con el Trinche Carlovich no hubo televisión posible. No hay archivo. La única gambeta que puede repetirse ocurrió en un partido de Central Córdoba contra Deportivo Armenio registrada en una película argentina de 1983, Se acabó el curro, del director Carlos Galletini. Es el frame del Trinche.

Carlovich fue un jugador de la oralidad. El relato oral, la prehistoria de la narrativa, es la única certeza que tenemos de lo que fue o no fue. No hay forma de revivirlo en estos días de streaming. Quizá lo podemos leer, como lo leemos en Trinche, el libro de Alejandro Caravario: “El Trinche -escribe- es prescindente de su gloria casi secreta. De ese pasado de caños y pases que se cuelan en el ojo de la aguja. Porque la función ha terminado. Y por lo tanto prefiere el olvido. Le da más o menos igual lo que proviene de esa dimensión irrecuperable. Y por eso mismo vacía”.

O lo podemos ver en Informe Robinson, el programa de la televisión española, en una escena que se repitió mucho esta semana, en la que el periodista le pregunta qué daría por volver a tener veinte años. A Carlovich se le genera una nostalgia que quiere ahuyentar, dice que le hace mal pensar en algo así, que se disfrazaría de futbolista para salir a una cancha, que lo volvería loco, y hay un silencio que Carlovich tapa con un “¿qué se le va a hacer?”. Llora.

Caravario rescata una grabación encontrada, un breve diálogo en la que le preguntan al Trinche si sueña con sus goles. “No -responde él- porque no me acuerdo”. Puede ser un escape, dejarse contar por otros. Porque él se dedicó a otra cosa; a jugar, no a recordar. La libertad del Trinche, su belleza, radica en la ausencia de filmaciones y también en la falta de resultados, en ser un crack sin estadísticas. Todo quedó en el juego, en el doble caño y en las gambetas. Su muerte, consecuencia de un golpe en la cabeza que le dieron para sacarle la bicicleta con la que se movía por su barrio de Rosario, deja el mito, su barba, su pelo largo, y un epitafio que, como su vida, fue escrito por otros, por quienes sólo esperaban a verlo: “Esta noche juega el Trinche”.