En una Argentina binaria, con buenos y malos, con debates empobrecidos por gritones de cuarta, con acusaciones miserables al hombre y no a las argumentaciones, con mediocres Torquemadas de palier, con analistas malintencionados, la inteligencia no encuentra un espacio ambivalente, creativo, fuera de los lugares comunes para solazarse. Todo es tergiversado, malinterpretado, prejuzgado, mal leído. Sin posibilidad para la metáfora, para la complejización. Nada puede ser bueno y horrendo al mismo tiempo, o malo pero positivo. Todo es brulote. Todo se reduce a un Kirchnerismo o anti Kirchnerismo ramplón, con su patética caza de brujas incluidas. En ese marco de violencia discursiva, decir algunas verdades es más revolucionario y revulsivo que agitar consignas vacías y rimbombantes. En una Argentina así, pensar sólo debe hacer doler a quien lee y a quien escribe. Porque si una idea no duele, no es idea, es apenas una repetición, un simulacro. 

(Digresión: En una argentina hipócrita, reconocer un error, decir «me equivoqué», también es un acto de testimonio revolucionario. La autocrítica siempre es más trascendental que las certezas y es por eso que quiero dejar sentado que cometí un error la semana pasada al expresar en las redes sociales que había sido «censurado» por el diario Tiempo. Una desinteligencia, una falla de comunicación con los editores sumado a la paranoia propia -tras haber sido víctima de una campaña de prensa en contra de mi persona por los medios reaccionarios- se conjugaron para que yo cometiera un exabrupto, un acto de injusticia contra mis compañeros del diario). 

En una Argentina corrupta, denunciar parcialmente la corrupción sin reflexionar sobre ella es ser cómplice de esa corrupción. Lázaro Báez, Héctor Magnetto, Sergio Szpolski y Ángelo Calcaterra son parte de un mismo entramado de financiación de la política. Nada nuevo hay allí. Lo nuevo es pensar que no se trata de nombres propios sino de una cuestión sistémica, que la corrupción está ligada a las formas de apropiación de recursos para hacer política. Y que no está alojada en el espectro político sino, sobre todo, en el empresarial y el mediático, por sobre todas la cosas. Analizo la política desde un realismo árido y eso puede molestar a muchos que edulcoran demagógicamente a sus lectores. Decir «el rey está desnudo» tiene su costo. Y te dejan sólo. Porque todos tenemos alguna que otra desnudez. 

Lo que mi nota denunció fue que nuestro sistema democrático es restringido, poco competitivo; es decir, sólo pueden hacer política aquellos que son ricos u obtienen recursos desde los oficialismos. Y ahí está el corazón de la cuestión: quien no tiene recursos no puede hacer política. Y de ese desafío deberá hacerse cargo la sociedad. Mientras la sociedad sea cómplice de los medios de comunicación actuales seguirá quedando presa de los ricos y/o de los que se financian espuriamente. Y la nota abre un debate sobre cómo pueden obtener recursos, también, las organizaciones populares para sortear el cerco mediático y financiero que les permita superar el 5% del electorado. 

En esa oportunidad escribí: «No se trata de defender la corrupción en esta nota (…) Siento una repulsa moral, heredada de cierto ascetismo cristiano, respecto de la riqueza rápidamente adquirida, considero con Honoré de Balzac que «detrás de toda gran fortuna siempre hay un crimen» y miro con desconfianza, incluso, a los apropiadores de plusvalía. De lo que se trata en este texto es de comprender no de justificar. De explicar que no es reprimiendo en un show mediático a un par de ladrones que se lucha contra la corrupción, porque ella está adherida como la hiedra al financiamiento de la política». Sólo un malintencionado o un confundido puede leer en mi nota una justificación de la corrupción. Y sólo alguien con intereses ocultos puede sostener que ella pueda afectar al diario Tiempo Argentino, al que tanto amor me une. 

Yo, Hernán Brienza, deseo que haya otra forma de hacer política, como todos, sólo cumplo con describir lo que veo. Porque soy un convencido de que la «verdad”»–así, chiquita, humilde, entre comillas- nos hace libres. Y la estupidez, la miseria, la mezquindad y la miserabilidad nos hace esclavos de los poderosos. Escribo esto desde un diario hecho por trabajadores, de trabajadores que hemos sido víctimas de un empresario corrupto e inescrupuloso como Spolszki, quien también se ha beneficiado con el financiamiento de la política. Y es desde ahí que mi denuncia se torna más radicalizada aún.