No, yo no fui uno de los tantos «amigos» que el «Negro» tenía en Rosario. Lo conocí en la redacción de la revista Rosario hace más de 30 años, cuando uno recién empezaba en el periodismo. Lo volví a ver en la cancha de Central cuando sufría(mos) por un equipo errante guiado por figuras toscas cuyos apellidos se perdieron en el tiempo.

Después lo entrevisté varias veces para distintos medios. Más tarde apareció su hijo Franco, con su música, su talento. Me consta que los padres estaban emocionados de verlo crecer. «¿Es bueno el pibe, no?», me preguntó el Negro el día en que personalmente me trajo el CD de su hijo. Se despidió con una sonrisa y la alegría del deber cumplido. Hubo otros encuentros en El Cairo, en La Sede o en la calle. Y una despedida, inevitablemente triste, el día de su muerte.

El tiempo me transformó en su biógrafo oficial –qué lo parió– y me depositó en su última morada. La puerta que abrió gentilmente su segunda esposa, Gabriela, me introdujo en el más íntimo Mundo Fontanarrosa. La vida misma. «