El golpe de Estado «blando» –absolutamente forzado y sin ninguna causa para juzgar a Dilma Rousseff– tenía un guión preparado en los cuarteles de la inteligencia estadounidense desde hace tiempo. Diputados y senadores de la oposición y no pocos traidores, en uno de los Congresos más desacreditados en la historia parlamentaria de Brasil, violaron la Constitución y las normas éticas, desvirtuando así su propia existencia como Cámara legislativa.
Para llegar a este momento, fue necesaria una despiadada «guerra sucia» de terrorismo mediático que atacó en todos los frentes, y que comenzó a fortalecerse con las llamadas «acciones de calle», algunas de las cuales comenzaron como una «revolución de colores». Todo se agudizó, bajo el ataque mediático-empresarial-judicial, cuando la presidenta logró ser reelegida en octubre de 2014.
Rousseff fue acosada por las denuncias sobre corrupción, que nunca pudieron probarse. Y enfrentó una severa crisis, que también fue parte de la «guerra sucia» despiadada, cuyos entretelones se conocen muy poco aún.
Jaqueada por una justicia desprestigiada, perseguida por jueces como Sergio Moro, un activista de la oposición sin ningún principio ético, la mandataria fue acusada por el Congreso más corrupto en la historia de Brasil. Víctima de la «guerra contrainsurgente» que por primera vez EE UU desplegó simultáneamente contra los tres pilares básicos más importantes de la Integración latinoamericana,  Brasil, Venezuela y Argentina. Una acción premeditada  para debilitar la solidaridad y con esto al Mercosur y a los organismos de integración, que  estaban logrando conformar un bloque latinoamericano que desafiaba la dependencia  como nunca antes.
Que es un golpe de Estado lo confirma que el reemplazante interino, el vicepresidente Michel Temer –según cables de WikiLeaks, informante de la Seguridad e inteligencia estadunidense– tenía preparado el gabinete «perfecto» para la nueva etapa que producirá un cambio de 180 grados en Brasil. Un gabinete similar al que instaló Mauricio Macri en Argentina, de gerentes y ex funcionarios de empresas o bancos trasnacionales, además ligados a las mismas fundaciones de Estados Unidos.
Golpear a Brasil es el golpe más fuerte que podían dar a toda la región. El modelo golpista  plantea el manejo de los parlamentos y de las estructuras judiciales, de grupos empresariales e incluso partidos políticos, movimientos sociales y otros,  mediante las fundaciones y las ONG que invadieron silenciosamente a América Latina, encargados de desestabilizar día por día a los gobiernos progresistas surgidos en la región.
Con Brasil bajo control, golpean a los BRICS, las cinco naciones que suman el 43% de la población mundial y tienen el 25% de la riqueza. El zarpazo contra Brasil es parte de la estrategia de la expansión global estadounidense. Es un golpe contra América Latina, contra la integración continental pero también contra la posición de Brasil en las relaciones soberanas con China y Rusia, que  preocupaban a Washington. Y a Israel.
Esta séptima economía del mundo, junto con Argentina y Venezuela, eran el triángulo  básico de la solidez que había alcanzado el proceso de integración regional. Pero también expresaban el desafío para los proyectos de control mundial del imperio. Rousseff denunció el golpe y anunció que defenderá sus derechos. Hay una comunidad internacional que la apoya y millones de brasileños desconocen al gobierno golpista. La historia sigue abierta.