Héctor Arispe quiso cabecear una pelota y en el movimiento se desplomó. Gimnasia, su equipo, jugaba frente a Sportivo Barracas con una temperatura de 36° C. Arispe se insoló. Tenía 26 años. Lo llevaron al hospital Rawson, pero no resistió. Murió esa noche. Era 1 de marzo de 1931, últimas imágenes del amateurismo marrón en el fútbol argentino –algo así como un amateurismo pero no tanto: algunos jugadores cobraban en negro– y lo que siguió fue una cadena de hechos que, aunque no tuvieran relación entre sí, derivarían en una nueva etapa. A principios de abril, los futbolistas se declararon en huelga. Marcharon a la Plaza de Mayo para reclamarle al gobierno de José Félix Uriburu el fin de la cláusula candado, que no les permitía pasarse libremente de un club a otro. Los jugadores querían la libertad, pero el gobierno les dio el profesionalismo. La historia del capitalismo a escala futbolera.

A esa huelga fundacional, le siguió otra emblemática. En 1948, los jugadores volvieron a la carga en la lucha por la libertad de contratación y otras reivindicaciones como la personería jurídica para el sindicato. De los futbolistas salió la primera huelga que tuvo que enfrentar Juan Domingo Perón. Llegó el éxodo: figuras como Alfredo Di Stéfano, Adolfo Pedernera y Néstor Rossi se fueron a jugar a Colombia. El conflicto resultó difícil para los jugadores. La prensa atacó el paro. Al abogado de Futbolistas Argentinos Agremiados lo llamaban “comunista”. “Los huelguistas necesitaban mejorar sus relaciones públicas. Tenían que convencer a los hinchas de que la razón por la que no veían el fútbol de calidad al que estaban acostumbrados era porque se sometía a los que tenían la suerte de jugar frente a decenas de miles de espectadores a, tal como lo expresaría más adelante el ministro de Hacienda Ramón Cereijo, ‘lo que, según ellos, era un trato inhumano’”, escribe Ian Hawkey en Di Stéfano, la biografía del exjugador de River, uno de los rebeldes que se iría a Millonarios de Bogotá para llegar, tiempo después, al Real Madrid.

Aquello no fue muy distinto a lo que enfrentaron los futbolistas argentinos en otras huelgas, incluso en la última, a principios de este año, cuando se reclamó el pago de salarios adeudados en un conflicto que demoró el inicio del torneo pasado. Desde la prensa especializada hasta los hinchas parecen observar al futbolista como un desclasado, como si no se tratara de alguien que vende su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Un sujeto con derechos. Un asalariado. Un trabajador. “Nosotros siempre lo tuvimos claro –dice Carlos Pandolfi, exfutbolista y tesorero de Agremiados–. Pero después de la huelga de 1971, hubo un clic. Los futbolistas empezamos a ser reconocidos como trabajadores en relación de dependencia, con todos los beneficios”. Esa vez, mientras resistían para que no se disolviera el convenio de 1949 y reclamaban por un Estatuto del Futbolista Profesional, los jugadores en paro hicieron manifestaciones y salieron a la calle a repartir panfletos para contar su situación. “Logramos el convenio y el estatuto. Tuvimos la colaboración de muchos actores, pero en la calle nos gritaban que vayamos a laburar. ‘¡Se quieren jubilar a los 41 años!’, nos decían”, recuerda Pandolfi, uno de los protagonistas de aquella huelga. 

Pero el estereotipo del futbolista –el que imagina un hincha, quizᖠes el del jugador de Primera, el de los contratos millonarios, los autos último modelo, el glamour, los lujos, la frivolidad al palo, los hoteles cinco estrellas y las botineras. Aun cuando también esos jugadores tengan derechos, hay otra realidad más proletaria, un universo de jugadores que viven al día, que no llegan a fin de mes y tienen que complementar con otras changas, oficios o rebusques, los obreros del fútbol. “Esa mirada del futbolista está distorsionada por los medios, por un lado, y también por la imagen que nos creamos nosotros mismos. Pero todo es muy diferente, porque ese porcentaje es ínfimo al lado de una mayoría que no deja de ser laburante como cualquiera, y al que si el empleador no le paga tiene los mismos problemas que cualquier trabajador”, cuenta Fernando Pellegrino, arquero de Sarmiento de Junín. 

Pero el hincha, el socio del club, muchas veces se convierte en un patrón cruel, que exige que sus jugadores entreguen más y más. El que silba o putea porque paga la cuota, paga la entrada, la versión futbolera del “yo pago mis impuestos”, la cara más odiosa del hincha. “Siempre tomo como muy injusto que, a pesar de esas cosas, uno, dos, tres meses que no te pagan, tenés que salir a jugar y la gente te putea si lo hacés mal. Esa es la parte injusta del fútbol”, agrega Pellegrino.   

“Yo disfruto mucho lo que hago, juego al fútbol desde los cinco años y se me hace difícil verlo como un trabajo –dice Leonardo Di Lorenzo, jugador de Temperley que salió de San Lorenzo y pasó, entre otros clubes, por Argentinos, Montreal Impact de Canadá y Universidad de Concepción de Chile–. Y al hincha, más todavía. Alguien puede decir que estamos dos horas y nos vamos a dormir a casa. Disfrutamos lo que hacemos, el 90% de las personas quisiera estar en nuestro lugar, pero tenemos los mismos derechos que cualquier trabajador. El gremio ayuda a tomar conciencia”.

Agustín Pelletieri acaba de anunciar su retiro del fútbol, el instante más traumático para un jugador. Tiene 35 años, demasiado joven para otros oficios pero una edad límite para el fútbol. Pelletieri es un jugador que sale a buscar ahora un nuevo destino, quién sabe si incluso adentro del fútbol. Por eso también es vital lo que suceda en la carrera, en el transcurso de la actividad, lo que llaman “hacer la diferencia”. Algunos lo consiguen, otros no. Pelletieri jugó en Lanús –su primer y último equipo–, pero también en Racing y Tigre, y además atravesó dos experiencias en el exterior: AEK Atenas de Grecia y Chivas USA, que nació como filial estadounidense del Club Deportivo Guadalajara. “Es difícil que el hincha pueda pensar al futbolista como trabajador. Y creo que tiene que ver con la identificación que siente con el equipo o con la camiseta que viste ese jugador. Cualquier hincha pagaría por estar ahí abajo en la cancha. Al menos un ratito. Ahí es donde está el contrapunto. El que está viendo quiere ser jugador. Incluso pagaría por eso. Y el jugador, en cambio, está cobrando”, dice Pelletieri. No duda, sin embargo, de que ser jugador de fútbol es un trabajo, aunque muchas veces bien remunerado y con demasiados momentos de disfrute. “Incluso si fuera por lo físico –agrega, por aquello de que trabajar es levantar bolsas en el puerto–, dudo que haya trabajo con mayor exposición física”.

Esa pasión del hincha a veces se convierte en un problema mayor cuando se traslada a los dirigentes, también hinchas. “Es quizá una de las causantes de todo este sistema complejo de errores que ha llevado al fútbol adonde está –dice el arquero Pellegrino–. Quienes dirigen el fútbol también son apasionados, y eso los lleva a equivocarse. Firman contratos impagables, el club termina endeudado y lleno de conflictos”.

Pellegrino, Di Lorenzo y Pelletieri coinciden en que se consiguieron avances. Desde hace ocho años ya no existe la prórroga del 20%, por la cual un jugador, si no renovaba su contrato, debía jugar dos años por ese porcentaje. O la prohibición de que una persona física pueda ser dueña de un pase, esa suerte de esclavitud a la que se sometía a los jugadores. “A veces los dirigentes venían seis meses antes a negociar y te dejaban sin jugar. Si no, te ibas con el pase en tu poder. Eran reglas muy crueles”, explica Di Lorenzo. “Hoy está un poco mejor todo eso, un poco más regulado. Tampoco existía relación entre lo que valía un jugador y lo que cobraba”, agrega Pelletieri. “Muchas veces hablamos de que somos moneda de cambio para los clubes. Y con el afán de querer jugar en un club mejor o ganar más plata, se firma un contrato y no hay preguntas, ni quién cobra en el medio o cuánto cobra”, afirma Pellegrino. “En mi época –acota Pandolfi– no teníamos ni siquiera obra social sindical, imaginate el avance que significó eso”. 

La brecha entre los jugadores está entre la Primera y el Ascenso, sobre todo en las categorías que están por debajo de la Primera B Nacional. No se trata sólo de una cuestión salarial: también son muy distintas las condiciones de trabajo, los estadios donde se juega, la exposición a los aprietes. “Es una diferencia muy grande –dice Di Lorenzo, que antes de llegar a Temperley jugó en Acassuso, en la B Metropolitana–. Y los que tienen más fuerza son los que menos sufren. Es entendible que muchas veces no estén al tanto de los problemas”. “El que la vive, lo siente de otra manera –agrega Pelletieri–. Pero creo que los jugadores, cada vez que se llamó a solidarizarse, han estado a disposición”. “Como en todo trabajo –dice Pellegrino–, siempre está el que para quedar bien con un superior lleva agua para su molino, genera más afinidad con un dirigente que con un colega. En las reuniones de Agremiados se habla muchas veces de que tenemos que mirar para otro lado”. “En los temas cruciales, el futbolista de todas las épocas ha tenido conciencia de que lo que se reclamaba era lo justo y que era un beneficio general –sostiene Pandolfi–. Y cuando se vota una medida, levanta la mano el 100% de los futbolistas que participaron de la reunión, y la medida se acata. Así pasó históricamente”.

“Ser futbolista –escribió meses atrás en Tiempo el jugador uruguayo Santiago “Bigote” López– es tener un arte adentro, como un bailarín de ballet; y dentro del arte, el futbolista es un obrero del deporte. No tenemos educación en decir que somos trabajadores, que tenemos derechos y obligaciones”. Eran días de huelga en el fútbol argentino, y de rebelión contra la corporación televisiva en el fútbol uruguayo. “¿Jugar al fútbol es un arte o también es mi trabajo?”, se preguntó Bigote. Y se respondió: “Somos esas dos facetas: el artista y el trabajador”. 