La película empieza tan anodina como el personaje de Benoit, un chico de 13 años, de provincias, que debe empezar en una nueva escuela en París porque a su padre lo trasladaron por trabajo. Benoit se siente aislado. Pero a poco de andar, el espectador se da cuenta de su gran acierto porque así de acertada son las decisiones del director, que se aleja seguro pero sin prisa del concepto de bullying, propia de los Estados Unidos, para involucrarse con el más tradicional de “derecho de piso” que toda situación novedosa trae asociada más allá de la voluntad de las partes: como se ve bien en la escena en que Constantin (uno de los que se acerca a Benoit porque se acerca a todos los nuevos ya que se siente solo con los compañeros conocidos), quiere mostrarse simpático y protector de Aglaee, también nueva y con dificultades físicas, y lo único que hace es oscurecer a medida que quiere aclarar. La lección de que no siempre lo que se supone que el otro espera es lo que realmente espera queda aprendida rápidamente, y tanto personajes como público pasan a disfrutar de tramos de frescura que no abundan en el cine de hoy.

Incluso en su aporte a volver a “la normalidad” de las dificultades que trae el comienzo de la adolescencia, Rosenberg rescata la figura del “tío”, ese personaje familiar que se ocupaba de aconsejar en las cuestiones fundamentales de conseguir respeto y chicas que tanto preocupa en la adolescencia. El fracaso de sus sugerencias no sólo es una chanza a los adultos que creen que su adolescencia fue mejor, sino también una crítica a los padres de hoy que no soportan el fracaso de sus hijos, como si la vida pudiera estar hecha exclusivamente de éxitos.

Hay bastante más de este verdadero rescate emotivo de una adolescencia de otro tiempo, exigente, angustiante, dolorosa, pero también con el tiempo suficiente para imaginar y soñar otra realidad, única forma de alejarse del tono dramático y hasta trágico con que la figura del bullying ha invadido el planeta.

Sin embargo el film no es perfecto, ni siquiera llega a redondear una gran actuación. Hacia el final se pierde, e incurre en cierta misoginia por un lado, y en una desprolijidad narrativa (dos personajes “desaparecen” sin acción), por otro, que le restan el gran puntaje que había alcanzado hasta ese momento. Incluso así, es para aplaudir. Porque su elección por la libertad alcanza el punto en el que no sólo no se teme al error o al ridículo, sino que ni siquiera se lo ve, como le ocurre en la fiesta a la dupla Benoit-Joshua. Rosenberg elige resolver la inflexión celebrando de esa ceguera, que suele aislar por más divertida que a veces resulte.

En el espíritu de la serie de culto Freaks and Geeks, la película también consigue alejarse de ese tono de añoranza alabadora que tienen ciertas películas y series que incurren en esa etapa de la vida, sin percatarse que así la convierten en más trágica de lo que es. Y entonces incluso en sus desaciertos, la “normalidad” de El novato es para abrazar.

Le Nouveau (Francia, 2015). Guión y dirección: Rudi Rosenberg. Con: Réphaël Ghrenassia, Joshua Raccah, Géraldine Martineau y Guillaume Cloud-Roussel. 81 minutos