El lunes 2 de febrero de 2014, a ocho cuadras del Obelisco, un prefecto de civil fuma en la calle mien-tras espera. En Buenos Aires aún no amanece. La brasa del cigarrillo relumbra poderosa. Un rato más tarde llegan otros: científicos y militares. Estamos en la puerta de un edificio donde funcionaba la Dirección Nacional Antártica (DNA), para viajar a la base Doctor Alejandro Carlini, una de las siete bases permanentes de las trece argentinas que hay en la Antártida: la que concentra el trabajo científico. Allí, durante el verano, entre 50 y 60 biólogos, geólogos, glaciólogos e ingenieros desarrollan estudios relacionados con la flora, la fauna y los cambios en el clima.

No nos conocemos. El silencio entre nosotros aparece como algo natural. El micro se detiene a metros de donde estamos y el conductor baja. Varios llevan un gran bolso militar. Yo tengo dos valijas: en una, sólo entraron las botas y una campera. En la otra llevo el resto de la ropa. Las meto en la bodega, subo y espero. Poco después, el micro se pone en marcha hacia la base de la Fuerza Aérea de Palomar. Al llegar, bajamos y dejamos los bolsos en una suerte de sala de espera. Una mujer vestida con uniforme militar nos dice que nos acomodemos, que en un rato vamos a salir.

–¿No nos dan un pasaje, un papelito? ¿Nada? –pregunta alguien acostumbrado a los vuelos comerciales.

Pero acá no hay fecha ni horario de partida. Hace unos días nos dijeron que saldríamos el 25 de enero; avisaron que preparáramos el bolso y estuviéramos atentos al celular. Pero después el llamado no llegó y el vuelo se postergó una semana más.

Ahora, el ruido atronador de las turbinas ensombrece esos recuerdos. Viajamos en el Hércules, un enorme avión de la Fuerza Aérea (entran 64 paracaidistas con sus equipos) sin butacas. Nada recubre las paredes y el techo: se ven los cables, las membranas: un avión impúdico de ventanas circulares, sin alfombras ni azafatas. Lo pilotean dos hombres. En la cabina, junto a ellos, toma mate un mecánico. Hay, además, un segundo mecánico, un hombre que controla el radar, y un cuarto cuya única función parece ser la de mirar a los otros cinco. En la parte de atrás, dos militares revisan la carga.

Los pasajeros nos sentamos enfrentados, sobre unas redes rojas. Unos junto a otros, brazo contra brazo, pierna contra pierna. Entre los pies, los bolsos. La mayoría dormita o simula dormir. El ruido es infernal. Algunos llevan auriculares industriales; otros, tapones para los oídos; los menos experimentados comparten pedazos de algodón. El Hércules tiene cuatro turbinas con hélices de paso variable (pueden desplazar el viento hacia atrás o hacia delante, lo que permite aterrizar en pistas cortas). Para decirle algo al compañero que uno tiene al lado hay que gritar. La poca luz que se filtra por las ventanas reduce las posibilidades de lectura.

Cuando ya estamos en vuelo, tengo ganas de hacer pis. He visto a varios militares caminar hacia la parte de atrás del avión. Imagino que allí está el baño.

–¡¿El baño?!–grito.

Uno me señala una cortinita bordó, al fondo. Se acerca y hablando en voz muy alta, junto a mi oído, dice:

–¡Andá ahí y envolvete con la cortina!

El proceso de orinar a siete mil pies de altura requiere de una destreza y una disciplina mental asombrosas. Uno debe pararse sobre una tarima y apuntar a una semiesfera metálica con forma de mingitorio que tiene el tamaño de un pomelo. No sé si es por el ruido ensordecedor, que a pesar de los tapones en los oídos se siente constante durante todo el viaje, por la falta de práctica en este tipo de maniobras o por la sensación (falsa) de que varias personas me están mirando, pero a pesar de tener la vejiga hinchada, a punto de explotar, no sale una gota. Luego de un (excesivo) tiempo envuelto en la cortina, decido rendirme y volver a mi asiento, pensando en qué técnicas usarán los militares para resolver el asunto. Por suerte, hay una parada para cargar nafta, donde con una mezcla de alivio y orgullo constato (por lo concurrido del baño) que mi falta de destreza es común entre los civiles. Unas horas más tarde, llegamos a la ciudad de Río Gallegos, Santa Cruz. Allí mismo, a unos doscientos metros del aeropuerto comercial, hay otro, militar, con camas y habitaciones, donde dormiremos hasta que esté listo el próximo vuelo.

Llegar a la Antártida es más difícil de lo que podría suponerse. En Río Gallegos, los pasajeros pueden pasar dos, tres, veinte días ilusionados con el clima propicio para despegar. Para poder hacerlo tiene que abrirse una “ventana climática”, un espacio imaginario sin vientos de huracán ni tormentas furiosas. Un espacio tan conceptual como físico: un agujero entre las nubes, una nada descubierta de niebla. Nosotros tenemos suerte: dos días después, nos avisan que podemos partir.

–Pónganse la ropa de abrigo.

–Pero si hace veinte y cinco grados.

–Pónganse la ropa de abrigo.

Un pantalón térmico (una especie de calzoncillo largo, negro y abrigado), las medias. Arriba, el pantalón de Goretex, las botas, una remera térmica, otra más gruesa y un buzo. En la mano, la campera de polar (gris), campera rompevientos (amarilla), guantes y gorro. Todos tenemos la misma ropa (igual co-lor, distinto talle) prestada por la Dirección Nacional Antártica. Unas horas después, transpirados por la calefacción del Hércules, llegamos a la Antártida.

Bajamos en una isla que los argentinos llamamos 25 de Mayo, que los rusos conocen como “Batepjóo Vaterloo”, los chilenos como “Rey Jorge” y el resto del mundo como “King George”. En la Antártida, dentro de las Shetlands del Sur: un archipiélago del océano Glacial Antártico.

El Hércules aterriza en la pista de 1300 metros de la base chilena Frei, la más grande de esta isla. Sobre el piso de ripio, mientras algunos filman la nada, el blanco que nos rodea, otros tratan de ponerse las camperas y los gorros o sacan fotos, entorpecidos por el viento y la nieve.

El 97% de esta isla es hielo. En los 34,5 kilómetros cuadrados restantes, sobre la roca, se asientan las pingüineras y las bases. A lo lejos, se ve una construcción de madera, con cúpulas y cruces, surreal: es una iglesia ortodoxo-rusa de quince metros de altura. En esta isla, además de la base argentina (2602 metros cuadrados esparcidos en un área de 5 a 7 hectáreas) y la chilena, hay una base china (con cancha de bádminton, estaciones de satélite y dormitorios para 150 personas), una de Corea del Sur, una polaca, una peruana, una uruguaya, una brasilera y la última, mínima y en la que entran sólo cinco personas, de Estados Unidos.

La isla está a 120 kilómetros de la Península Antártica, esa lengua de hielo blanco que se ve en los mapas, y es más húmeda que la Antártida Continental. Aquí en verano el frío no es terrible, pero el viento y las lluvias (más de 500 milímetros anuales) dificultan el trabajo.

En dos botes (Zodiac MK 4), nos llevan desde la base chilena hasta el barco Suboficial Castillo. Viajo con dos biólogos especialistas en líquenes, que trabajarán unos días en otra base y luego irán a Carlini, y dos geólogos cordobeses. Subimos al barco. Dejamos los bolsos a la intemperie.

La luminosidad del cielo se difumina en nubes grises superpuestas. No termina uno de saber si son varias, una junto a la otra, o la misma, enorme, suspendida sobre el frío. El mar es casi negro. No hay, salvo en la ropa que llevamos puesta, colores. La nieve, el agua, el cielo, las rocas, el pingüino que se desliza por el hielo, la gaviota que nos sobrevuela, todo es en la gama de los grises.

Minutos más tarde, en otro Zodiac, junto a los equipos científicos, llegará al barco el prefecto que, a ocho cuadras del Obelisco, esperaba fumando. En la cubierta, nuestros bolsos están moteados de escarcha. A pesar del viento y la nieve, el prefecto fumará tres cigarrillos mirando el paisaje. Se llama Diosnel Villalba, tiene la cara regordeta, los ojos bien oscuros y un trato cálido y amable. Va a quedarse en la base por un año.

–Lo mejor para la Antártida es tener paciencia y estar tranquilo –dice cuando le pregunto si no le da miedo pasar tanto tiempo aislado, lejos de su familia.

El barco se pone en marcha. Parece detenido: no hay referencias. El blanco y el silencio nos rodean. Cuando llegamos a la base, en otro sector de la isla 25 de Mayo, ya casi es de noche. Los buzos arrojan por la borda escaleras y sogas, y bajamos hacia los botes despacio, con temor y respeto. En la orilla, las botas nos protegen del agua helada. Nieva. El jefe militar, el jefe científico, varios militares y científicos nos esperan para recibirnos.

–Hay un problema –dice el jefe militar, después de darnos la mano, a tres mil kilómetros de Buenos Aires.

Lleva un gran camperón verde y el pelo hacia atrás, como engominado.

–En la lista que tengo dice que venían tres y ustedes son cuatro.

En el silencio de la isla digo tímido:

–Puede ser que yo no esté anotado.

–¿Cómo te llamás?

Y verifica.

–No. Tu nombre no figura.

–Pero tengo un papel…

–Luego lo vemos –le dice a su segundo–. Ponelo en la segunda habitación del alojamiento nuevo.

La burocracia alcanza lugares insospechados.

Al entrar en la habitación, enciendo la luz: es un ambiente mínimo. Un armario, un escritorio y dos camas. Entre ellas, una ventana. Debajo, una estufa. En la cama de la izquierda, acostado boca arriba, un hombre se tapa los ojos con el brazo. Tiene un pantalón deportivo de Adidas y algunos sectores de las manos y la cara más blancos: manchas de vitiligo.

–Disculpame. Pensé que estaba solo –digo, y veo en el piso un gorro y unas medias.

–Tranquilo –bosteza–. No podía dormir.

Mientras me saco la campera, veo las paredes de plástico, sujetas con tornillos.

–Acomodate –dice–. ¿Llegaste recién?

–Sí.

–Llegaste al peor lugar de la tierra, amigo.

En los días siguientes, entenderé que mi compañero de cuarto, un empleado administrativo de Cancillería, no se lleva muy bien con algunos militares de la base.

–Bienvenido –dice, antes de volver a cerrar los ojos.

Al sur, bien al sur del planisferio irreal decidido en 1569, y en el que cada territorio asume una escala arbitraria (en él, Groenlandia y África se ven similares, aunque el continente tenga 14 veces el tamaño de la isla danesa), sobre el paralelo 60 que separa a la Antártida del resto del mundo, hay un archipiélago. Rodeadas por un gris glacial, las Shetland del Sur aparecen mínimas.

En este territorio difuso que Argentina, Chile e Inglaterra reclaman como propio, está la base científica Doctor Alejandro Carlini. Durante el año vive aquí una dotación de 25 militares y un civil. En el verano, más de cincuenta científicos se suman a los militares.

Exactamente a los 62º14’ latitud sur, a los 58º40’ longitud oeste, a metros del cerro Tres hermanos (tres moles ásperas), en la orilla de la Caleta Potter (una pequeña bahía frente al glaciar Fourcade), varias construcciones naranja fulguran sobre el blanco: separadas una de otra por cien o doscientos metros están las once dependencias que forman la base argentina. El alojamiento principal y el laboratorio alemán, con techo a dos aguas, parecen casas alpinas. Las demás tienen techo plano y forma de container, con excepción de las llamadas “tomates”: tres construcciones pequeñas, aisladas y esféricas, cuar-tos especiales (por la privacidad y, también, por la falta de baño) que son usados durante unas horas por alguna pareja, o por varios días por alguien con ganas de estar solo.

De lejos, parece un pueblo incipiente: un lugar de recién llegados que están instalándose y viven sus vidas mientras se apropian del terreno. El desayuno se sirve a las 7.30 en la casa principal, a 150 metros del alojamiento nuevo, donde me hospedan.

El “alojamiento nuevo” es una especie de container con 18 habitaciones que tienen entre dos y cua-tro camas cada una, cuatro baños (dos de mujeres y dos de varones), dos sectores de duchas y cuatro puertas metálicas que se cierran con una palanca y conectan con el exterior: a cada una le corresponde una antesala para los abrigos y las botas, manchadas por la nieve y el guano. Las botas tienen un interior que puede usarse a modo de pantufla. Sin importar su cargo, los antárticos caminan por la base descalzos. Aparentemente, que un coronel o un sargento estén en medias no disminuye su autoridad. En todo el alojamiento nuevo, hecho de policarbonato, hay 19 matafuegos. Parecen demasiados. Me explicará luego uno de los médicos que, más allá de su función principal, se colocan con fines psicoló-gicos: la mayoría de los que están aquí sabe que uno de los peligros más grandes en la Antártida es que la base se prenda fuego.

Esta mañana nieva y para salir hay que vestirse con guantes, capucha, cuello de polar y antiparras. Llego al comedor temprano, hay olor a pan recién hecho. En una mesa larga hay tostadas, pastafrola, quesos, facturas, tortas fritas y tortas de manzana, chocolate y dulce de leche. En cada una de las siete mesas hay seis sillas y, ya dispuestos, jugos y mermeladas. El clima es festivo, quizás porque cuando uno duerme está solo y aquí, de pronto, se encuentra con cuarenta o cincuenta personas que quieren charlar, contar chistes o algún sueño extraño. Pero no todos se levantan a desayunar. Algunos de los científicos prefieren dormir un rato más o ir a la cocina de los alojamientos donde pueden tomar un té, mate o prepararse un café instantáneo con galletitas. Sin embargo, además de ser un punto de encuentro para sociabilizar, durante el desayuno en la casa principal se recibe información. Siempre, mientras todos comen, alguien toca la campana que está a la entrada de la cocina e, inmediatamente, se hace silencio. El encargado de base, junto al jefe militar, da el parte climático. Muy serio y en tono monocorde, lee un papel breve: hoy dice que hay vientos del oeste de unos 50 kilómetros por hora, incrementando a 75/80. Precipitaciones, nieblas y neblinas. Visibilidad mala. Temperatura: 1 grado Celsius con 8 décimas. Sensación térmica: 7 grados Celsius bajo cero. Humedad: 91%. Presión: 984,3 Hectopascales. Visibilidad: 4 kilómetros. « (…)

Veinticinco días encerrado en el hielo

El 2 de febrero de 2014, el periodista Federico Bianchini emprendió un viaje hacia una de las 13 bases argentinas ubicadas en Antártida, que “helado y virgen, resulta un paraíso para los científicos». Su objetivo era contar la singularidad del trabajo de los científicos que van tras sus objetos de estudio, superando condiciones climáticas extremas. Cuando llegó el momento de regresar, el clima se tornó repentinamente hostil, el avión no pudo aterrizar, y la que iba a ser una estadía de menos de una semana se transformó en un encierro de casi un mes durante el que se vio obligado a seguir una rutina de reglas estrictas, rodeado de un paisaje de belleza única. Cada mañana se repetía: “Hoy tampoco podrás salir de aquí.”

Bianchini nació en Buenos Aires en 1982. Es periodista y escritor. Fue redactor de Clarín y La Razón. Editor de la revista Anfibia. Ganó el concurso “Las nuevas plumas” (Universidad de Guadalajara y Escuela de Periodismo Portátil) y el Don Quijote Rey de España (agencia EFE). En 2015, publicó Desafiar al cuerpo. En enero de 2016, con el proyecto de este libro, ganó la Beca Michael Jacobs de la Fundación Gabriel García Márquez (FNPI).