1 Un amigo a fines de los años ’90, mientras la sociedad porteña vivía el influjo de la cultura progresista que arrinconaba a Menem, iba a un taller literario donde se prohibía el uso de la palabra «desaparecido». Era una censura «por izquierda» que intentaba producir, por inhibición del lugar común, la originalidad. ¿Qué se puede hacer salvo ver películas de la dictadura? La cultura derrotada de la izquierda vivía entre la interpretación vaga de nuevos signos (piqueteros, excluidos, zapatistas, autonomistas, lo que fuera y viniera de afuera) y la intuición de que la Historia ya había ocurrido. La política era una noche en el museo. 

2 En julio, antes de la «desaparición» de Santiago Maldonado, Alejandro Fantino arrinconó a Bullrich sobre el riesgo de «reprimir» y los costos políticos de una muerte. Fantino habló como portador de uno de los consensos simultáneos argentinos: te piden orden, pero te condenan si matás. Las dos cosas a la vez. Bullrich no arrugó. Un mes antes de que «¿dónde está Santiago Maldonado?» se viralizara, «la piba», la exmonto, la que se peleó con Moyano, la política swinger de mil partidos, dijo que se la banca, que no fue puesta para medir costos. Un mes después juraba que no iba a tirar un gendarme por la ventana. ¿Y ahora? El gobierno dice que audita gendarmes uno por uno aceptando que el círculo de hipótesis se cierra sobre esa fuerza (lo que se dijo desde el primer día). Se supo desde el verano del desalojo de manteros: con la economía en cámara lenta, el gobierno explora la hegemonía del orden. Disciplinar la sociedad argentina que encontraron «patas para arriba».

3 La palabra «desaparecido» volvió al vocabulario. Y como en toda representación demasiado televisada, se exacerba exponer el papel de lo que se «desea». «¿Qué querés que pase?» es el modo de discutir lo que pasa en paneles de hipersubjetividad. Es esa especie de subcultura hedonista de la grieta, con el Narciso televisado del «yo no te voy a decir lo que sé, te voy a decir lo que siento». Una parte del «caso Maldonado» se empuja a funcionar como una pericia psicológica sobre la cultura política argentina y sus «imaginarios»: la desaparición de Santiago parecería sujetar deseos y el juicio sobre esos deseos. Para el gobierno la oposición desea que desaparezca gente para que se cumpla su profecía ideológica. Veamos un ejemplo de este análisis a través de un texto menos tóxico que las prosas de pura rivalidad. Alejandro Katz en un artículo publicado hace pocos días en el diario La Nación califica que una parte de la izquierda celebra que haya una víctima porque confirma las sospechas ideológicas sobre el gobierno. Dice: «Resulta evidente que la intensa disposición a convertirlo en instrumento de la disputa política supone una subalternización de la dimensión esencial por la que la víctima –cualquier víctima, toda víctima– debe importarnos en una perspectiva moderna, es decir, en la perspectiva de la filosofía política en la que se sustentan los derechos humanos: su carácter de persona, no de héroe ni de mártir. La víctima nos importa porque en el acto de volverla víctima se ha ultrajado su dimensión humana, no su misión.» Katz quiere derribar el mito en gestación. 

¿Pero cómo se construye ese despojamiento de la víctima que dice Katz? Santiago Maldonado desaparece en un contexto político determinado que inevitablemente fija su desaparición en una línea de sentido: un gobierno que busca orden y una ministra que asume los costos. ¿Hay satisfacción en la izquierda que denuncia un desaparecido de Macri? (¿Podría no haber en la política este plus de goce de querer «tener la razón»?) Pero la interpelación de una víctima es siempre sobre su misión y su posible martirologio: la política da sentido a la muerte. ¿Cuáles son las condiciones en las que se produce su ausencia? ¿Podemos hablar de Maldonado sin hablar de mapuches, Gendarmería, Bullrich, Benetton? La peor hipótesis siempre es la dominante. A la vez, se subraya otro error: la preocupación frente a una víctima no presupone sí o sí compartir su causa. Eso los liberales lo tienen que saber.

4 Una bandera que no puede estar en la plaza diría: ojalá que esté vivo, que se haya perdido tomando ayahuasca en el bosque, que Gendarmería no lo haya asesinado y escondido su cuerpo. La democracia argentina es un orden civil donde nunca le cabe al Estado la presunción de inocencia. En un sentido «la transición no terminó» porque, al decir de Mariano Schuster, no borró la tradición: ¿se puede en Argentina no sospechar de las fuerzas de seguridad? Esto no es patrimonio de izquierdas: muchas marchas de vecinos reclamando por inseguridad se hacen en la puerta de las comisarías. Identifican a la policía como parte del problema. La democracia se funda también en esa burocracia antiestatal: produce instituciones contra el mismo Estado. Es, muchas veces, Estado contra Estado. Una guerra interior. Y el camino de un hombre y una mujer para hacer carrera en las fuerzas de seguridad es que encuentran ahí su destino, movilidad ascendente. ¿De dónde sale la tropa? Del bajo pueblo. Pero: ¿qué se les está diciendo a esos hombres y mujeres adentro de las fuerzas? ¿Cuál es el discurso de seguridad? En política no todo es dar una orden, sino crear las condiciones para que algo ocurra. 

5 Y la idea de que la izquierda desea un muerto, es colocar al extremo el funcionamiento de la política: no existe la historia sin una cadena de oportunismos e intenciones. La política coloca la conveniencia junto a la necesidad. La Historia funciona así, las víctimas pueden ser «usadas», el hermano de Maldonado ya lo está diciendo como quien reconoce un perjuicio secundario. Y si la grieta es mierda la mayoría de las veces porque es el bosque que tapa los árboles reales (como en este caso, donde la mayoría de la prensa oficialista prefiere perderse en la kirchnerización de Maldonado antes que en la empatía con la víctima), sin grietas no hay política, sin ese exceso de rivalidad que se rellena todo el tiempo (sólo que también nuestros teólogos del populismo creen que el conflicto domina a la política y no la política al conflicto). 

6 Las primeras reacciones para-oficialistas en torno a la desaparición de Maldonado se sintieron como el encendido de un viejo motor oxidado de reflejos que pueden convalidar la desaparición de personas: acusar a la víctima. En ese sacarse de encima a Maldonado empieza el problema (con la activación de la tarea multicolor de los servicios para correr el arco cien veces). Es un oficialismo con una retórica que te desdramatiza todo. Se autoperciben como veganos adentro de una carnicería («¿y yo qué tengo que ver?»), ¡son gobierno, son Estado! Si no responden ellos, ¿quién? Así, durante días, Santiago Maldonado desapareció en el sur y también vagó por el limbo argentino de indios, ejército y frontera. Ese sur que es el sur y a la vez un terreno metafísico, nuestro lejano Oeste helado. Y el ruido ambiente que ensancha su desaparición (porque repone el trauma del desaparecido) es parte del límite que hace y hará difícil desaparecer gente. 

7 ¿Qué podemos ahora sacar en limpio? Por un lado un tema no resuelto: el control civil de las fuerzas de seguridad, al que tramposamente se lo reduce como si el único proyecto civil se tensara entre darle las fuerzas a Pérez Esquivel o cederle el poder a las Fuerzas para que sean autónomas. Pero en simultáneo: se trata de este control de Bullrich sobre estas fuerzas, una hora de la espada de juguete que reinstala la figura de un «enemigo interno» con la marca RAM y la ridiculización de mapuches por usar zapatillas o Internet en boca de los mismos periodistas que hace dos años cada vez que veían a Félix Díaz le cantaban «dale tu mando al indio» como en un picnic del PC. ¿El macrismo quiere más disciplina y encuentra en Bullrich el relato alucinado de una guerra interna? Alcanza con ver la entrevista previa al 1 de agosto. La desaparición de Maldonado ajusta las riendas para la escucha del lenguaje oficial: querido gobierno, todo el tiempo estabas hablando de esto. Como te dicen los curitas de chico: ojo con lo que deseás. «