Durante la sesión parlamentaria del 27 de marzo de 1910, el diputado del Partido Autonomista, Lucas Ayarragaray, propuso perfeccionar la Ley de Residencia con el siguiente concepto: «Este país, que en su población ya tiene elementos étnicos muy inferiores, debe precaverse trayendo elementos de orden superior. Y para ello es necesario seleccionar la corriente inmigratoria, y poder así tener una raza futura bien construida».

Casi once décadas después, el senador del PJ, Miguel Ángel Pichetto, al referirse a cuatro extranjeros detenidos durante la represión policial del 24 de octubre, dijo: «Espero que ya estén en el Departamento de Migraciones listos para la salida del país. Un país serio debe actuar así».

Lo suyo no era solamente una vuelta al «clasicismo»; porque él, un tipo con ensoñaciones presidencialistas, en realidad acababa de sumarse al último grito de la moda: la «onda Bolsonaro». Un estilo que, por otra parte, en manos del oficialismo ya es una política pública. Lo prueba su afán de eficacia en el ejercicio de lo que algunos llaman «legítima violencia del Estado». Justamente allí subyace un tramo crucial de la travesía del macrismo hacia la ultraderecha.

En principio, con Mauricio Macri en la cúspide del poder se restauró el viejo paradigma del control ciudadano: gases y bastonazos como respuesta a toda forma conflicto social. Pero con un toque modernista; o sea, desbordes disciplinadores rigurosamente cocinados al calor de las encuestas y los focus groups. Porque a diferencia de otras oleadas represivas en ciclos democráticos (como el Plan Conintes de Frondizi o el accionar de la Triple A en los tiempos de Isabelita), esta en particular no tendría sentido si no fuese un reflejo del gen criminal que late en la parte «sana» de la población. Pura lógica marketinera para así captar a los sectores más retrógrados del padrón electoral. Y con una certeza casi religiosa: la «gente» pide sangre.

En el aspecto metodológico, la «pacificación» callejera en manos de sus jerarcas estratégicos tiene dos características: una es absolutamente bestial, y la otra, pretendidamente ingeniosa.

La primera consiste en militarizar la zona de operaciones, desplegando mastines humanos de dos o tres fuerzas policiales sin un comando unificado ni comunicación entre sí, pero con el gatillo libre para actuar. Como si estuvieran en la batalla de Stalingrado.

La segunda se cifra en la intervención de individuos encapuchados para propiciar con vandálicos incidentes la cacería de manifestantes. Una suerte de «foquismo» al revés.

Ese patrón operativo fue estrenado durante la emboscada con golpizas y arrestos arbitrarios a mujeres luego de la marcha organizada el 8 de marzo de 2017 por el colectivo Ni una Menos. Se repitió al mes en el sorpresivo ataque a docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los Dos Congresos y, en junio de aquel año, durante la celada a los cooperativistas movilizados ante el Ministerio de Desarrollo Social. La gran gala en la materia ocurrió el 1º de septiembre, al concluir el multitudinario acto por la aparición con vida de Santiago Maldonado. Por tal razón, ni siquiera causó el menor asombro que en la convocatoria contra la sanción de la Reforma Previsional, ya en el transcurso del siempre filoso diciembre, ese ardid fuera el plato fuerte del menú policial.

Allí recibió una grave lesión en la córnea el policía Maximiliano Russo. Su caso es famoso porque Macri lo visitó en el Churruca, y le dijo: «Tu mujer es muy linda para que la mires con un solo ojo». La madre luego reveló que el pobre Maxi, infiltrado entre los manifestantes, fue herido por sus propios camaradas, también infiltrados. Lo que se dice, «piedrazo amigo».

En todos esos episodios también fue filmado un apreciable número de falsos revoltosos (con capucha) que después (a cara descubierta) efectuaban arrestos. Tales detenciones invariablemente eran al «voleo».

Sin embargo, esto último ahora cambió.

Lo cierto es que en vísperas de la movilización contra el presupuesto del FMI las autoridades nacionales y porteñas (Patricia Bullrich y la dupla Martín Ocampo-Marcelo D’Alessandro) no dejaron ningún detalle librado al azar. De hecho, el «operativo de seguridad» incluyó la instalación en calles aledañas al Congreso de containers con cascotes, bolsas con piedras, ladrillos y todo tipo de escombros. Una invitación al caos que nunca antes había sido tan explícita. En paralelo, la señora Bullrich, no sin abusar de su rigidez actoral, denunciaba que una ignota banda anarquista, «Lxs Solidarixs (sic)», instigaba el incendio del palacio legislativo. ¿Acaso se habría inspirado en la quema del Reichstag?

Pero nótese que en esta ocasión los arrestos no fueron al «voleo» sino con blancos elegidos de antemano; en especial, dirigentes sociales y militantes de organizaciones mal vistas por las autoridades. Aquellos fueron los casos de Gustavo Muñoz (adjunto de la CTA de Moreno), Adrián Vidal (docente y figura visible del acampe por la explosión en la Escuela 49 que mató a Sandra Calamano y Rubén Rodríguez), el editor de la revista La Garganta Poderosa, Nacho Levy, y el trabajador de Télam, Fabricio Baca, además de miembros de Astilleros Río Santiago. La persecución se extendió hasta Constitución.

En tal contexto, como para no descuidar el aspecto xenófobo del asunto, cayeron los cuatro extranjeros. Según las autoridades, esa cosecha contempla «un turco vinculado al terrorismo kurdo, dos agentes venezolanos que reportan a Maduro y un cuadro del anarquismo paraguayo». Según la realidad, el turco reside con su esposa argentina en Córdoba y estaba de paseo en Buenos Aires, los venezolanos son inmigrantes antichavistas y el ciudadano paraguayo tiene años de residencia en el país e hijos argentinos.

Así funciona hoy en día el negocio del fascismo.  «