Contaba John Reed, el cronista de la Revolución Rusa, que el 8 de noviembre de 1917  “la vida continuaba en toda su rutinaria complejidad, que ni la guerra interrumpe”. Dice que los tranvías circulaban normalmente, la gente iba a su trabajo, los restaurantes estaban abiertos y se anunciaban exposiciones de pintura como si nada. Un siglo después, la Plaza Roja amaneció cubierta con hierros y containers repletos de maderas que decenas de trabajadores iban acomodando frente al Mausoleo de Lenin, que ahora abrió como era lo usual hasta el desfile militar del 7 y los festejos del día de la Unidad Nacional del 6. Estaban preparando una gran pista de patinaje sobre hielo que cubrirá ese histórico lugar durante toda la temporada invernal. La gente circulaba a sus trabajos como si nada hubiera ocurrido.

En el monumento en homenaje al líder revolucionario, donde descansa su cuerpo embalsamado en una urna vidriada desde su muerte, en 1924, el movimiento de turistas era incesante y afuera, a pesar del frío, se agolpaban cientos de personas que aprovechaban, también, el día soleado luego de una seguidilla de varias jornadas nubosas.

Cada fecha clave de la era soviética se renueva la polémica desde la desaparición de la URSS, en diciembre de 1991. Qué hacer con el cuerpo del hombre que comandó la revolución bolchevique y murió joven, a los 54 años, dejando, para muchos, un enorme hueco en el proceso iniciado en 1917. Pero esa es otra polémica.

Como es de imaginar, la implosión del socialismo generó un caos generalizado en una población habituada a estrecheces pero no a perder el rumbo. El cambio de régimen se llevó puesta a toda una iconografía comunista y hubo enormes tensiones para borrar esa parte de la historia rusa por parte de los dirigentes más extremos del momento.

El caso es que todos provenían de aquellos años dorados del socialismo y algunos no tenían cómo explicar el deseo de hacer cuenta nueva en medio del marasmo.

Ana cuenta que se formó en la URSS y recibió su título universitario apenas unos meses después de su desaparición, y que para ella y toda su generación, Lenin era una figura enorme a la que todos se querían parecer. “Era abnegado, valiente, generoso”, dice con una sonrisa melancólica recordando todos los valores que se encarnaban en Vladimir Illych Ulianov.

Cuenta que desde la primaria recibían la impronta del revolucionario y que en un momento determinado tenían que hacer un juramento por la memoria de Lenin. Suena a parecido la promesa a la bandera que hacen los alumnos argentinos.

Mientras recita el juramento pensando en la mejor traducción posible, muestra la posición de la mano derecha para ese rito. Como haciendo sombra, a 45 grados y a pocos centímetros de la frente. Es una especie de venia militar pero a distancia. “Ensayábamos el ángulo exacto y los movimientos”, dice como quien habla de esos tesoros infantiles perdidos vaya uno a saber dónde.

“Ahora los jóvenes apenas saben quién fue Lenin”, dice la mujer, en la fila para la visita al Mausoleo donde además de Lenin, están los restos de dirigentes del Partido Comunista desde 1917. Allí está John Reed, el periodista estadounidense que conto en un relato vibrante lo que fueron aquellos “Diez días que estremecieron al mundo”.

El recorrido alrededor del cuerpo de Lenin resulta estremecedor. Es cierto, parece estar dormido, y los visitantes fijan la mirada, primero a su derecha y luego a la izquierda, como hipnotizados. No hay modo de quedarse un minuto más porque atrás la fila empuja.

La polémica en torno a ese monumento incluye, por supuesto, a los otros dirigentes enterrados allí, de los que se habla menos. Son los representantes de un tiempo que no es este pero de alguna manera siguen estando presentes a cada paso. Por lo menos Lenin, tiene estatuas por todo el país y salvo en algunos países del Este europeo, todas se mantienen en pie.

Regularmente fuerzas políticas de la derecha e incluso de Rusia Unida, el partido de Vladimir Putin, se hacen eco de publicaciones periodísticas donde se realza el costo de mantener el cuerpo y se señala que la voluntad última del jefe revolucionario fue que lo enterraran en cementerio Vólkovskoye de San Petersburgo. De hecho, su viuda, Nadezhda Krúpskaya, no había estado de acuerdo, según los testimonios, en que un ateo se convirtiera en una figura religiosa.

En abril pasado se presentó en la Duma, la cámara baja rusa, un proyecto de ley donde es especifica que el cuerpo de Lenin debe ser sepultado como era su deseo. Pero la declaración era tan laxa que dejaba en manos de Putin la decisión sobre tiempo y modo.

El secretario general del Partido Comunista ruso, Guennadi Ziuganov, exigió entonces, garantías al gobierno de que el Mausoleo seguirá a un costado del paredón del Kremlin y de cara a la Plaza Roja. El presidente prefirió dejar las cosas como están. No quiere comprarse otro problema cuando el fundador del estado soviético continúa siendo un referente para muchos que se criaron haciendo esa promesa que, después de todo, él también hizo.