Si el cine es el arte popular por antonomasia, aquel que desde su creación consiguió convocar y cautivar a las grandes masas ofreciendo en forma de espectáculo una versión del mundo construida sobre la encrucijada de la realidad y la fantasía, entonces Leonardo Favio es el cineasta más popular de toda la historia el cine argentino. En sus películas siempre es posible reconocer a la vertiente de la ficción confabularse con la de lo real, para darle forma a historias que inevitablemente se quedan a vivir para siempre en el corazón de quien las vea. Por supuesto que Favio tuvo etapas y no son lo mismo Crónica de un niño solo (1965) o El dependiente (1969), en las que el retrato realista de la sociedad asoma su cabeza sucia para poner al espectador frente a aquello que quizás elija no ver en su vida cotidiana, que Nazareno Cruz y el lobo (1975), relato de tono fantástico y estética neoromántica, o que ese ovni cinematográfico que es Soñar, soñar (1976), por mencionar apenas algunos de los títulos de una filmografía que no tiene puntos flojos. Es un hecho que con cada una Favio consiguió al mismo tiempo hipnotizar e interpelar al público, aunque quizá deba decirse “al pueblo”, cediendo a la tentación de ser fieles a la liturgia peronista de la que se nutrió y que él mismo ayudó a alimentar durante su vida de artista. Porque Leonardo Favio fue actor y director de cine, cantante y hasta coreógrafo, pero por encima de todo eso, peronista. Una filiación política que hoy no le impide recibir el reconocimiento que merece, ni siquiera de quienes se encuentran en las antípodas ideológicas. Como ocurre con Jorge Luis Borges, Favio es abrazado de forma unánime y su obra, admirada por todos, está más allá de cualquier discusión. 

Nacido el 28 de mayo de 1938 en Las Catitas, Mendoza, y fallecido el 5 de noviembre de 2012, hace exactamente cinco años y una semana, el camino que llevó a Leonardo Favio a convertirse en nombre fundamental de la cultura argentina fue largo y muy rico. Sus primeros pasos fueron como actor, bajo las órdenes de directores clave del cine argentino como Leopoldo Torre Nilsson –con quien filmó cuatro películas—, Fernando Ayala, Daniel Tinayre, Manuel Antín o José Martínez Suárez. Su carrera se desarrolló sobre todo entre 1957 y 1965, período en el que participó de 16 películas en las que se registra un dato curioso: en casi todas ellas compartió elenco con Lautaro Murúa, otro actor que se destacó como director con películas como Alias Gardelito (1961, basado en la novela de Bernardo Kordon), Un guapo del 900 (1971) o La Raulito (1974). Con el estreno de Crónica de un niño solo en 1965 Favio comenzaría a ver el cine con ojos de director y el actor iría cediéndole a ese otro el espacio y el tiempo.

Su carrera como actor corrió en paralelo de otra, todavía más exitosa, como cantante. En esta faceta vuelven a reconocerse dos identidades que conviven y se acompañan. Por un lado la del cantante romántico, que le daría sus compociones más conocidas, algunas inolvidables, como “Ella ya me olvidó”, “Fuiste mía un verano” o “Simplemente una rosa”, que lo convirtieron en una verdadera celebridad en toda América latina, donde se lo sigue recordando con cariño. Pero su sensibilidad social también salió a la superficie a través de canciones emotivas como “Pantalón cortito” o la conmovedora “Que se parece a Jesús”, en la que cuenta la historia del Adrián, un chico pobre con 10 hermanitos que se hace amigo de su hijo. La voz de Favio, afectada y poderosamente expresiva, convierte a la pieza en un desafío: difícil escucharla sin lagrimear.

Artista total, la carrera de Favio dio un vuelco cuando abrazó el oficio de cineasta. Parte de una generación apenas posterior a la del ’60, la que integraban entre otros nombres como el de Antín, David Kohon o Rodolfo Kuhn, el primer cine de Favio conservaba lazos estéticos con el de estos hermanos mayores. Incluso no es aventurado poner en paralelo su filmografía inicial con la de Murúa como director. El tono social, el color local, el abordaje de historias en las que se retrata a los estratos más bajos: las coincidencias abundan. Pero a partir de Juan Moreira (1973) Favio se convirtió además en un cineasta taquillero, popular en el sentido absoluto de la palabra, que sin embargo mantuvo y acrecentó el respeto de la crítica.

Como pasó con tantos, el golpe de estado de 1976 significó el exilio y un hiato de casi 20 años en su obra como director. Recién en 1993 Favio volvería con gloria con Gatica, película operística sobre la vida del mítico José María Gatica, icono del boxeo argentino y del peronismo. Su siguiente paso sería igualmente desmesurado: el documental Perón, sinfonía del sentimiento (1998) es una declaración de amor de seis horas a quien consideraba su líder político. Con Aniceto (2008), su último trabajo, Favio regresa a su película de 1967, El romance del Aniceto y la Francisca, para releerla en clave de danza, demostrando una capacidad única para pensar el concepto del movimiento cinematográfico más allá de los límites del cine. O mejor todavía, para pensar al cine sin límites.

A cinco años de su muerte es imposible no afirmar que el de Favio es uno de los nombres más importantes del cine argentino. Quizá el más importante de todos, no sólo porque los rasgos de nuestra cultura atraviesan su obra de punta a punta de un modo claro y reconocible, sino porque sus películas se han convertido en una marca profunda en el corazón de dicha cultura. Son pocos los artistas que pueden estar orgullosos de semejante logro y tal vez no haya otro cineasta al que se pueda incluir dentro de esa categoría. «