No hay nada que me resulte más ajeno que un golfista. Verlo con su guante en una mano, caminando por el campo o yendo en el carrito, acompañado por el caddie, su sherpa -guía, cadete y acompañante terapéutico al mismo tiempo- y vestido con su chomba y sus pantalones pinzados, todo el outfit de un ejecutivo en descanso. El golfista es un hombre con tiempo libre, que es todo lo que no tenemos. Y tampoco tenemos negocios para hacer entre hoyo y hoyo, como se frecuenta entre los empresarios que lo juegan. Es un deporte bellísimo, lleno de detalles; requiere talento, técnica y mucha precisión. Pero es posible que nunca experimentemos esos swings y, sobre todo, que jamás nos emocionemos con un putt.

Por esa lejanía, entonces, nada me resulta menos emocionante que el golf. Salvo por la historia de Roberto De Vicenzo, que juntaba pelotitas en un club frente a la estación Miguelete, partido de San Martín, y que creció como golfista en Ranelagh, partido de Berazategui, donde se quedó para siempre, hasta su muerte en 2017. De Vicenzo, que no era un ejecutivo, protagonizó uno de los momentos más honrosos (y a la vez injustos) del deporte. Fue cuando perdió el Masters de Augusta en 1968 por haber firmado un golpe de más en el hoyo 17. La tarjeta la había hecho su compañero, Tommy Aaron, pero De Vicenzo puso la firma. No hubo retorno. Se hizo cargo de su error, un acto de dignidad que lo iba a acompañar toda su vida. Al ganador, Bob Goalby, lo acompañó el peso de lo injusto.

Pero De Vicenzo es de acá, es cercano. El tema es Tiger Woods, un golfista que no es de acá, es de Cypress, California. Y, sin embargo, también emociona. Porque el deporte siempre encuentra formas de emocionar. Hay que ver Tiger, la miniserie documental que acaba de estrenar HBO. Son dos capítulos de algo más de una hora y media. Zoom a Earl Woods, su padre, el hombre que prepara a la máquina, el que dice que si su hijo hubiera elegido otro deporte también lo habría acompañado. Pero no, una maestra le sugiere que Tiger quisiera hacer otro deporte, pero los padres lo rechazan. Earl es un ex combatiente de Vietnam que imagina a su hijo como un Mandela, un Ghandi, un Buda. El primer golfista afroamericano en conquistar la elite del deporte blanco. Es tanta la obsesión de Earl que se convierte en perversión a los ojos ajenos. No para Tiger, para Tiger su padre es un amigo. Dejará novias, dejará todo, seguirá el camino que le marquen.

Otro zoom ahora a Rachel Uchitel, la amante más conocida de Tiger Woods cuando explota su escándalo de doble vida. La vida del golfista ejemplar, familiar, y la vida del hombre que tenía cientos de amantes. Tiger se declara adicto al sexo, se interna para rehabilitarse. Los medios se burlan de él. Los dirigentes del golf lo rechazan. Los que querían verlo caer, le pegan en el suelo. Woods es cancelado en la pre historia de la cancelación. Pero no es la única víctima de la cacería. Uchitel tiene que escapar de la prensa, que le cuestiona por qué estaba con un hombre casado. La mujer de Woods, la modelo sueca Elin Nordegren tiene que esconderse junto a sus hijos. Toda la pacatería y el machismo brotan en los canales y las radios. ¿Y el racismo? También. Porque Tiger es un golfista negro. Todo cuesta más. 

Un día Tiger vuelve al campo de golf. Pero con problemas, sin su golpe extraordinario. Parece terminado. Sus rodillas tienen que ser sometidas a cirugías. Necesita pastillas para dormir, pastillas para el dolor. Y cae otra vez, humillado por las cámaras policiales mientras se lo ve bajo los efectos de los medicamentos. Parece el final, pero Tiger se reinventa. Y vuelve dos años después a ganar el Master de Augusta, un circuito que había descifrado como nadie pero en el que también había sido rechazado. Ahora es ovacionado. Ahora lo aplauden los mismos que se reían. Tiger no tiene rencores. Gana su 15º major, quiere ir por los 18 de Jack Nicklaus. Todavía tiene tiempo, aunque a los 45 años volvió a ser operado. Pero Tiger sabe cómo salir adelante. En el golf, la metáfora sería salir del bunker. Eso es la emoción.