El escándalo desatado por los aportantes falsos a la campaña electoral de Cambiemos tomó dimensiones astronómicas. La denuncia golpeó a uno de los centros de gravedad de la promesa cambiemita: la transparencia. Los otros pilares del devaluado discurso macrista son devorados vertiginosamente por la crisis económica (la famosa «lluvia de inversiones» o el combate a la inflación). Pero además, afectó a la gobernadora María Eugenia Vidal, la esperanza blanca del oficialismo para intentar la continuidad más allá de 2019.

Hasta acá todos los aspectos progresivos de una denuncia que encabezó con persistencia el periodista Juan Amorín desde el portal El Destape y que los grandes medios no pudieron ocultar.

Es una realidad inscripta en  la lógica de la política que el impacto de las denuncias de corrupción es directamente proporcional al aumento del malestar social. El caso de los aportantes truchos no es el primero (ni el último) escándalo de corrupción de Mauricio Macri y Cambiemos. Los Panama Papers, el blanqueo que favoreció a los familiares o la deuda del Correo Argentino fueron casos igualmente graves. Pero mientras funcionó el «consenso negativo» de la pesada herencia y el festival de endeudamiento habilitó cierto gradualismo, estos hechos quedaron ocultos bajo el blindaje mediático y judicial.

La corrupción, el fraude, la trampa, el engaño acompañan como la sombra al cuerpo a un régimen social y político que está basado en un robo de origen: el precio que se paga por la fuerza de trabajo es menor al valor que cada trabajador o trabajadora genera con su labor cotidiana y el secreto de la ganancia está en esa operación engañosa. Todo el edificio superestructural está construido sobre ese «pecado original» y el relato «honestista» que no cuestione esas bases tiene fuertes limitaciones.

En medio del entusiasmo que muestra una parte de la oposición porque finalmente al macrismo «le entró una bala», corresponde señalar algunos alertas.

El jueves pasado, cuando la denuncia ocupaba los portales, radios y canales de TV, Rogelio Frigerio se dio el lujo de declarar en radio Mitre: «Lo bueno es que ya nadie discute el ajuste».

Si bien el funcionario peca de un excesivo optimismo, su afirmación contiene un grano de verdad. El grueso de los gobernadores peronistas no se opone a la dirección general hacia el ajuste, sino que cuestiona sus tiempos y el ritmo; la CGT realiza sesudos análisis sobre la gravedad de la crisis social pero sus acciones no están a la altura de la catástrofe que pronostican. El contundente paro del pasado 25 de junio fue utilizado –hasta ahora– sólo para descomprimir o en todo caso para «represtigiar» al triunvirato que decidió continuar en funciones hasta finalizar su mandato. Incluso, en su última conferencia de prensa, los triunviros informaron que se reunieron con el responsable para el hemisferio occidental del Fondo Monetario Internacional (y pretenden juntarse con Christine Lagarde) para debatir vaya uno a saber qué cosa que no sea legitimar a un organismo que es, por naturaleza, un saqueador serial, y así lo demostró en todos los países en los que intervino.

Una parte de la oposición social y política envió una carta al directorio del organismo (firmada por referentes políticos, dirigentes sindicales y sociales) dónde también se pronostica un eventual desastre social. El tono de diálogo y persuasión para con los burócratas del Fondo ya es todo un posicionamiento político, como si se pudiera hacer «entrar en razón» al FMI con intercambios epistolares y no con el único lenguaje que pueden llegar a entender: el de la movilización y la lucha. Pero más significativo aún, no se afirma con la claridad necesaria que se desconocerá el pacto infame que firmó el macrismo y que no se pagará una deuda mil veces fraudulenta. Todo programa económico en los próximos años (y quizá décadas) se ordenará en función de pagar la deuda, quien no se atreva a asegurar con contundencia que no honrará la deuda, compra llave en mano alguna forma más o menos negociada de ajuste.

En ese marco, irrumpió la denuncia por los aportantes truchos a la campaña electoral de Cambiemos, derrumbando uno de los mitos fundantes del macrismo, pero con no pocos que pretenderán utilizar la bandera para formatear un clivaje en el campo político de una lucha entre honestos y corruptos.

En su libro El camino al colapso. Como llegamos los argentinos al 2001, Julián Zícari traza con desapasionada precisión la función que cierto honestismo jugó en los años ’90: «El discurso anticorrupción lejos de ser un elemento que pudiera amenazar el orden social de aquel contexto, era más bien funcional al mismo, no sólo porque era una herramienta que evadía poner en entredicho ciertos esquemas de poder, sino que permitía insertarse dentro de las claves de disputas políticas propias del neoliberalismo (…)».

La operación espuria con la que Cambiemos financió su campaña es un elemento más de una maquinaria política que llegó al gobierno para objetivos mayores. Un plan de ajuste sobre las grandes mayorías no puede llevarse adelante con métodos de transparencia. La denuncia de los aportantes truchos golpeó en la línea de flotación de la narrativa oficial, pero sería equivocado deslizar la disputa política hacia los pequeños negocios que son auxiliares de un negocio mayor: un gran saqueo nacional con innumerables delincuentes menores que se quedan con los vueltos, pero que tienen el gran objetivo de ponerse el país de sombrero y servirlo a los pies de los rico