Los 80 días de cuarentena obligatoria por los cuales ha pasado Italia han cambiado el mundo, el país y sus ciudadanos, parafraseando el título de un clásico del cine ruso. Durante el encierro, comenzado como una sencilla medida de seguridad, se ha pasado rápidamente al uso de metáforas bélicas para describir la realidad. Así, el discurso público formuló la idea de que la ciudadanía ha enfrentado una “guerra” con su “frente”, un “enemigo invisible” y un claro objetivo: “la victoria final”.

Mientras que una parte de la población ha pasado la crisis del Covid-19 entre teletrabajo, Netflix, la comodidad de su casa y experimentos de comidas casera, un gran número de personas ha perdido el trabajo, cayendo en un estado de confusión y miedo.

En Italia, el gobierno ha intentado rebatir la depresión de la economía y la amenaza de las grandes empresas de cerrar definitivamente en caso de aplicarse restricciones de la actividad productiva “demasiado rígidas”. Nuevamente, los patrones han puesto a sus trabajadores frente a un dilema: preservar la salud y perder el trabajo o arriesgarse y salvar lo poco que les queda. Italia, hasta hace poco la séptima economía del mundo, está viviendo un período de profunda inestabilidad político-social.

El país acaba de salir de la etapa más aguda del aislamiento, dejando atrás casi 35.000 muertos y con una caída que representará probablemente un 13% de su PBI. Mientras tanto, los movimientos de la derecha se están organizando. El actual ejecutivo de centro-izquierda, encabezado por Giuseppe Conte y por la alianza Partito Demócrata-Movimiento 5 Estrellas, enfrenta una inédita campaña de la oposición con el fin de provocar su derrocamiento.

El escenario de una crisis de largo alcance, que se sobrepone a la de 2008, cuyas heridas todavía se observan el tejido social del país, es ideal para cada aventurero de la política. Mirando las encuestas, los movimientos de ultraderecha como el de la Liga de Matteo Salvini o el partido neofascista Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni, aliados europeos de Le Pen y Orban, juntos representan cerca del 45% de los consensos de los italianos.

Sin embargo, en las últimas semanas, mientras en la Plaza de Mayo de Buenos Aires y en Córdoba al grito de “infectadura” grupos de manifestantes rompían el aislamiento, en Italia hacía su aparición un nuevo movimiento político: los “Chalecos naranajas”.

El 30 de mayo, en la Piazza Duomo de Milán se reunió “un movimiento espontáneo y popular, antipolítico. La verdadera voz del pueblo”, según las palabras de su fundador. El general de brigada retirado Antonio Pappalardo, de 70 años, siciliano, en pocos días ha reclutado miles de adeptos a través de las redes sociales. No es la primera vez que el ex militar, que tuvo una larga carrera en la fuerza de los carabineros, recurre a la plaza, invitando la ciudadanía a la desobediencia. En 2012, ha sido uno de los organizadores del movimiento reaccionario de “las horcas” que paralizó el país pidiendo la renuncia de los diputados y la formación de un gobierno “del pueblo”. Alcanzado por la pregunta de un periodista acerca de su posicionamiento político responde: “¡qué carajo! Nosotros somos el pueblo, ni de izquierda ni de derecha, ¡somos el pueblo!”.

En la plaza de Milán, sin tapabocas y sin guardar las distancias de seguridad, una masa heterogénea ha manifestado su descontento. Allí el “generale”, como lo definen con devoción sus camaradas, ha expuesto el programa para el gobierno de Italia: reforma constitucional y transformación del país en un república presidencial, disminución del número de diputados de los actuales 945 a 200, elección directa de los jueces y “erradicación de los políticos corruptos” y, para garantizar el gobierno del pueblo, “juicio por traición a los miembros del viejo régimen”. Dos puntos del programa encienden a los manifestantes: la salida de la Unión Europea y la acuñación de la “lira itálica”, para establecer “nuestra soberanía monetaria”.

La cuestión de la corrupción de los políticos y de los sindicatos es recurrente en sus discursos. A pesar de que el mismo Pappalardo ha sido diputado de un pequeño partido en los ’90, fundador y presidente durante dos décadas del “sindicato” de las fuerzas armadas repite una y otra vez que llegó la hora de que “los políticos se vayan a sus casas”. Durante la manifestación, la envigorizada enumeración de los puntos programáticos es acompañada por los gritos y las exclamaciones de los manifestantes: “¡vamos a impedir que vacunen las personas, sabemos que son el mal!”, “¡los migrantes se tienen que ir del país!”, “¡no a la 5G!”.

El carácter negacionista del movimiento se devela cuando, frente a los miles de muertos por Covid-19, Pappalardo afirma que “el coronavirus es una mentira, los 35.000 muertos de la Lombardía [la provincia más afectada] son por culpa de las ondas radio de la 5G”. Entre los manifestantes, no faltan los nostálgicos del fascismo que gritan “¡que vuelva el duce!” y un exorcista que, blandiendo un crucifijo, arenga a la concurrencia acerca de los riesgos de la conspiración “masónico-judía de Bill Gates”.

El carnaval de las decenas de voces antivacunas, neofascistas, autoritarias y antipolíticas de la plaza se cierra con un plebiscito improvisado. Por votación a mano alzada, las primeras dos filas de manifestantes (los únicos que alcanzan a discernir la voz del caudillo, que no usa micrófono) ratifican el “programa en 80 puntos” allí presentado. Con inflexión militar y severa, Pappalardo declara que “el pueblo ha votado «sí» ¡que viva la soberanía!”.

Manifestaciones como las que se están repitiendo en distintos países del mundo nos invitan a interrogarnos acera de la relación que se establece entre los líderes carismáticos y la ciudadanía, entre problemas cada vez más complejos y la necesidad de obtener respuestas simples. Como han subrayado recientemente Ezequiel Saferstein y Nicolas Welschinger con respecto a las manifestaciones locales contra la «infectadura», si bien es necesario poner en evidencia la desinformación, conviene “no ridiculizar ni negar estas posiciones, sino intentar comprenderlas”.

En su diario escrito durante la Gran Guerra en los largos días transcurridos en la trinchera, el historiador francés Marc Bloch apreció un fenómeno social muy común: a pesar de que llegaran regularmente las informaciones acerca de los movimientos enemigos y sobre el mundo, en las trincheras se generaban visiones de la realidad equivocadas y muy a menudo absurdas. El historiador prestó atención a estas “falsas noticias” que se “viralizaban” pasando de boca en boca y comprendió que, detrás de ellas, se escondía el deseo, la representación de la realidad como un espejismo.

Esta reflexión resulta fundamental para entender el desafío que se abre ahora que la sombra de una crisis económica mundial se acerca a nuestro horizonte. El terreno de cultivo del negacionismo, de la nostalgia por el fascismo italiano, del neofalangismo de Vox en España, responde al momento crítico por el cual están transitando las democracias occidentales. Estigmatizar estas manifestaciones sin entenderlas en profundidad significa repetir peligrosamente el juicio que hace 100 años expresaron muchas personas frente a los fascismos incipientes. Muchos pensaron que “se trata de una bufonada”, pero se trasformaron rápidamente en los totalitarismos del siglo XX.