Sentado en un banco a metros de Almirante Brown, José deja que se escurra la tarde del jueves. Mira en profundo silencio las aguas cenagosas que separan la Capital de los superpoblados suburbios. A unos pocos pasos, duerme su siesta el centenario Puente Transbordador Nicolás Avellaneda. Son poco más de las cuatro y La Boca luce una soledad ejemplar.

«¿Si esto fue siempre así? No, muchacho, para nada. Ahora es un desierto, pero cuando trabajaba el puerto, y eso habrá sido por lo menos hasta los años 70, esto era un boom, un auge de novela», asevera José, curtido miembro de una de las tantas familias de migrantes que supieron romperse el lomo en la belle époque boquense. «Justo acá donde estamos sentados, los trabajadores hacían las filas para zarpar en los botes hacia la Isla Maciel –dice el hombre, cierra los ojos por un instante y pinta una escena sacada de una obra de Quinquela Martín–. Barcos pesados navegando, los boteros apurando el cruce y yo corriendo con mis amigos cerca del trasbordador oxidado. El río estaba vivo y para nosotros era un juego.»

De repente, el traqueteo ensordecedor de los camiones que surcan las alturas del nuevo Puente Avellaneda, trae a José de vuelta al presente. «Ya le dije que eran otras épocas. Ahora no queda nada de aquello. Los barcos no entran, deben quedar tres o cuatro boteros y yo no puedo correr ni el colectivo», dice, y dedica una última mirada a las aguas que bajan turbias hacia el Río de la Plata.

La posibilidad de una isla

Juan Carlos Mansilla tiene 67 años. Hace 43 que es botero. De su padre Luis heredó el oficio, y también al Don Conrado, su bote. Con precisión de biógrafo, todavía recuerda su primera travesía por las aguas barrosas del Riachuelo. Fue en las vísperas del Día de Reyes, el sábado 5 de enero del año 1974. Perón piloteaba por tercera vez, y con viento en contra, los destinos de la Patria. «Mi viejo me hizo entrar a laburar con este bote que ahora ve flotando –subraya Mansilla y ayuda, con ademanes de caballero, a una pasajera que aborda la histórica embarcación–. A mí me enseñó a remar mi padre. Yo le enseñé a mi hijo. Y él le va a enseñar a mis nietos. Este oficio es descendencia.”

Suelta amarras, hunde los remos y comienza con su faena cotidiana. El eterno retorno entre La Boca e Isla Maciel. En poco menos de cinco minutos, el bote une las dos orillas. «Obvio que antes había más movimiento. Piense que en la isla estaban instalados La Blanca, La Negra y el Anglo. Acá se laburaba las 24 horas. Cruzaban 10 mil personas por día y había como 40 boteros», asegura Mansilla, mientras cobra los magros cinco pesos del viaje al primer pasajero de la tarde.

De aquel pasado dorado, con industrias pujantes, fondas repletas de marineros y prostíbulos lujuriosos, queda apenas un fantasma. «Por ahí a la una de la madrugada bajaba un poco el laburo. En esa época llegué a remar un día entero sin parar», se ufana Mansilla, y enseguida seca con un repasador las gotas de sudor que le bajan rodando por el cuello.

El puñado de gondolieri que queda ofrece su fuerza de trabajo de lunes a viernes, entre las 6 de la mañana y las 8 de la noche. «Está dura la mano –cuenta Mansilla–, porque la competencia del puente nuevo y su cruce peatonal nos dejó nocaut. El bote lo usan más que nada los chicos que van a la escuela y los vecinos viejos de la isla. Hace unos años, muchos compañeros agarraron el subsidio que ofreció la Municipalidad y dejaron el bote. Igual, acá estamos. Hay tres funcionando: el Rosa María, La Sacra Familia y el Don Conrado. Hacemos turnos. El muchacho de la mañana vive 100% de esto. Mi hijo Silvio y yo tenemos otras changas.”

Mansilla es un homo viator. Su vida está intrínsecamente ligada con el gremio del transporte. Más allá de su dilatada experiencia como botero, en el pasado supo conchabarse en el subte y desde hace décadas pilotea un taxi por la ciudad de la furia. Pero su verdadera pasión es el remo y todas las tardes vuelve a su primer amor: «En el auto me pongo nervioso por los bocinazos, los piquetes y la mala educación de los pasajeros. Este es mi remanso. Vengo, me hago unos mangos y encima me hace bien a la salud. No me quiero agrandar, pero debo ser el botero que más remó en la historia. Imagínese: 80 metros durante 40 pirulos. Ya debo tener encima dos viajes ida y vuelta hasta Japón.”

Todos a los botes

Sentado en la popa, Beto recuerda las mil y una travesías que compartió junto a Mansilla, en las dos décadas que lleva cruzando el Riachuelo. «¡Si habremos pasado tormentas! Pero nunca tuve miedo. Cuando subo, me entrego en cuerpo y alma. Confío plenamente en nuestro capitán. Es mejor que el del Titanic», bromea el morrudo gastronómico. Cuenta que en más de una ocasión, los boteros le salvaron las papas cuando se quedó dormido y tenía que salir disparando para llegar a su trabajo en el microcentro. «Es como una gran familia –asegura el atareado Mansilla, mientras le da duro y parejo a los remos–. Los vecinos son mis parientes. Si acá mismo conocí a Eva, mi mujer. Mire que yo tengo facha, pero me la hizo remar un montón. Al final llegamos a buen puerto.”

Desde babor, María comenta que hace 30 años que utiliza el servicio unas tres veces al día. No puede borrar de su memoria una remota jornada de sudestada. «Fue como un maremoto, un ventarrón que casi nos dio vuelta», exagera la vecina nacida y criada en Maciel. Desde hace algunos años, por precaución, la Prefectura les prohíbe a los boteros realizar su trabajo en los días de lluvia o de abundantes vientos.

En mitad del recorrido, el botero eleva su brazo, señala el alto puente y narra una vez más una historia que le contó su padre. «Desde allá arriba, un día se tiró un borracho y cayó a pocos metros del bote de mi viejo. Con la ayuda de un pasajero, lo pudieron sacar del agua y lo tuvieron que reanimar, porque estaba medio ahogado. Después lo llevaron al cuartel de bomberos. Mi viejo se sentía un héroe, pero la historia no termina ahí –mete suspenso Mansilla–. Un par de horas después, cayó el hermano del ahogado en la costa y lo quiso agarrar a palos a mi padre. Le recriminaba que hubiera salvado a un hombre que se quería suicidar. Este mundo está chiflado.»

El hombre amarra el bote sobre el muelle que da a Brown y acaricia una vez más los remos. Todavía le restan varias horas de trabajo. Antes de despedirse, otea la ciudad junto al río inmóvil y dice: «Mi abuela María Matilde Vieira, portuguesa nacida en la isla de Madeira, lavaba la ropa en estas aguas, que eran como las de los arroyos que bajan de las montañas. Cuando lo veo así al río, me da mucha tristeza. A veces lo miro fijo un rato, y me pongo a pensar en todo lo malo que nos está pasando. Sin embargo, acá está mi vida. Desde los 14 que estoy acá con mi viejo. El río es mi familia, mis amigos y mi trabajo. Es todo.» «

La reinauguración del Transbordador, en mayo

Desde hace varios años, las autoridades nacionales amagan con la reinauguración del Puente Transbordador Nicolás Avellaneda, abandonado a su suerte hace más de 50 años. En las últimas semanas, el Ministerio de Transporte de la Nación anunció que está prevista para mayo próximo, cuando Vialidad Nacional concluya su restauración.

Inaugurado el 31 de mayo de 1914, la estructura metálica con una pata en La Boca y la otra en la Isla Maciel, es un ícono no sólo del barrio sino de toda la Ciudad. Una obra erecta por un discípulo de Eiffel, testimonio tardío de la “poesía industrial” del siglo XIX. Hoy el puente es uno de los ocho que sobreviven en su tipo en el mundo, y el único fuera de Europa. Los otros están en Vizcaya (España), Newport, Warrington y Middlesbrough (Reino Unido), Osten y Rendsburg (Alemania) y Rochefort (Francia).

La reapertura del transbordador no es vista con desconfianza por los históricos boteros. Es más, piensan que podría hacer crecer su actividad y ligarla así al nicho turístico que visita en masa el barrio de La Boca.