«Así era en esa época», había declarado el sacerdote Aurelio Batello durante la segunda semana de audiencias del juicio oral contra Justo José Ilarraz, acusado del delito de abuso y promoción a la corrupción de por lo menos siete menores de entre 12 y 15 años de edad, agravada por ser el encargado, entre 1985 y 1993, de la educación de esos jóvenes, en su rol de prefecto de disciplina en el Seminario Arquidiocesano Nuestra Señora del Cenáculo, de Paraná. El testigo hacía elíptica referencia a la duradera política de encubrimiento que aplicó la Iglesia para proteger a curas sospechados de pedofilia, que generó históricos procesos en muchos países –Irlanda, EE UU, México– y que ahora tiene, con la sentencia a 25 años de prisión para Ilarraz, su no menos escandaloso capítulo argentino.

Ya ha habido aquí condenas a curas pederastas –Julio César Grassi, sin ir más lejos–, pero el caso Ilarraz, que explotó en 2012, revelado por la revista entrerriana Análisis, fue silenciado durante tres décadas por la jerarquía eclesiástica, que debió comparecer ante la justicia de los hombres.

Tres obispos tuvieron que declarar, y se escudaron en su potestad de hacerlo por escrito. El arzobispo de Paraná, Juan Alberto Puiggari, sospechado de haber encubierto los abusos de Ilarraz; el obispo de Concepción, en Tucumán, José María Rossi, adonde el imputado fue destinado para alejarlo de la diócesis entrerriana, y donde siguió oficiando misa, en la localidad de Monteros; y monseñor Estanislao Esteban Karlic, arzobispo paranaense entre 1986 y 2003 y luego ungido cardenal por Benedicto XVI, se vieron obligados a declarar en el mayor proceso penal que alguna vez haya enfrentado la Iglesia Católica argentina.

«Los obispos sabían de los abusos de mucho antes. ¿Por qué, si no, lo mandaron a Ilarraz a estudiar a Roma en el ’92, una licenciatura en Misionología que no tenía nada que ver con su perfil pastoral?», se pregunta José Dumoulin, hoy exsacerdote. En 2010, antes de que el caso tomara estado público, él y un grupo de curas contrariados por los rumores sobre Ilarraz que hacía años fermentaban en la diócesis, decidieron escribir una carta al arzobispo, instándolo a llevar las denuncias a la Justicia.

«Una de las víctimas, Hernán Rausch, se había acercado a contarnos su historia al padre Leo (Leonardo Tovar) y a mí, y de esa inquietud compartida con otros sacerdotes surgió la carta al arzobispo y al Consejo Presbiteral. Monseñor Maulión, arzobispo en ese momento, estaba perdido, no sabía nada, y de hecho después se supo que Karlic jamás le había informado del caso. El Consejo tuvo una actitud totalmente negativa. Dijeron que eso ya estaba prescripto, que Ilarraz estaba en Tucumán. No querían asumir la necesidad de que la Justicia investigara a fondo lo que había pasado», dice Dumoulin, que declaró en el juicio y, hastiado, en 2015 abandonó el sacerdocio que ejercía en una parroquia de Villaguay. «Toda esta cuestión me puso entre la espada y la pared, la cosa se polarizó, a favor y en contra, muchos sacerdotes de la diócesis me hicieron un vacío, y decidí seguir la lucha desde otro lado».

Rausch (junto con Fabián Schunk y Maximiliano Hilarza, las tres víctimas cuyos nombres no permanecieron en reserva durante el juicio) declaró en la primera audiencia y su desgarrador testimonio ilustró el acoso al que sometía Justo Ilarraz a los adolescentes a su cargo. Los denunciantes fueron en total siete, pero los investigadores creen que las víctimas habrían sido más de 40. Se esperaba, como finalmente ocurrió, una dura condena para el cura.

«En cuanto a los hechos, abusos cometidos dentro de un seminario, sin dudas éste es un juicio histórico. El abusador se aprovechaba de su ascendiente sobre los jóvenes, que eran chicos de pequeñas comunidades rurales de la provincia, él era la persona de referencia en ese lugar donde estaban internos, era el padre sustituto», aseguró el abogado Santiago Halle, que representó en la querella a cuatro de las víctimas.

El ocultamiento

Hacia 1995, Karlic encomendó, después de escuchar a tres víctimas, una investigación interna en los términos del Código de Derecho Canónico, sigilosa e intramuros, cuyas derivaciones irían a engrosar los secretos de la curia. Para entonces, ya había despachado a Ilarraz a un exilio dorado en Roma. Denunciarlo a la Justicia no fue una opción para la Iglesia. Un año más tarde, dispuso para el cura la prohibición de «venir y permanecer en el territorio de la Arquidiócesis de Paraná así como mantener comunicación de cualquier tipo con los seminaristas».

«No hay ninguna duda de que ellos, la jerarquía, supieron de los abusos mucho antes de la denuncia», dice Halle. En su primera testimonial, Karlic confesó que Ilarraz le pidió perdón en Roma. ¿Sabía Puiggari, el actual arzobispo? «Puiggari estuvo desde fines los ’70 en el proceso de formación de los seminaristas en Paraná. Mientras Ilarraz estaba a cargo de los gurises de primero y segundo año, Puiggari estaba con los más grandes, y luego quedó como rector de todo el Seminario. Nosotros suponemos que él sabía de esto de mucho antes. De hecho, Rausch dijo que ya se lo había contado en el ’92», afirma Dumoulin. En 2010, cuando la carta de los curas precipitó los acontecimientos, y tras siete años en la diócesis de ausencia –Juan Pablo II lo había nombrado obispo de Mar del Plata–, Puiggari regresó al pago chico como arzobispo de Paraná. «Quisieron tapar la olla. Si en su momento lo sacaron del medio, fue porque tenían la cola sucia, porque iban a quedar pegados», concluye Dumoulin.

La sombra de Tortolo y el integrismo en Paraná

La curia paranaense tiene un lugar central en la historia reciente de la Iglesia argentina. Adolfo Servando Tortolo, arzobispo de esa diócesis entre 1962 y 1983, que fue el vicario castrense de las Fuerzas Armadas durante la última dictadura cívico-militar, describió al golpe del ’76 como un «proceso de purificación» y guió el acompañamiento espiritual de cientos de capellanes militares a la «lucha antisubversiva». Fue él quien ordenó sacerdote, en noviembre de 1976, a Juan Alberto Puiggari, quien luego fuera rector del Seminario paranaense y hoy, como su mentor, arzobispo de Paraná. «Siempre fue una diócesis muy conservadora, era el ideal de la sana doctrina, el lugar donde se conservaban las tradiciones más genuinas de la Iglesia, y yo creo que esta práctica de esconder a un abusador de alguna manera se conecta con aquello», dice José Dumoulin.

En 1983, la llegada del hoy cardenal Estanislao Karlic produjo el descabezamiento del integrismo católico del seminario conciliar, y una docena de sacerdotes y 30 seminaristas, comandados por Alberto Ezcurra Uriburu –el fundador de la organización de ultraderecha Tacuara y ladero de Tortolo–, mudaron su bastión tradicionalista a la ciudad de San Rafael, en Mendoza, donde fundaron el Instituto del Verbo Encarnado.

El emergente más turbio de toda esta historia es Justo José Ilarraz, el cura cuyos abusos fueron largamente silenciados por una jerarquía cómplice.