En Cuba no circulan monedas, ni billetes, ni estampillas postales que lleven su rostro. Tampoco hay calles, ni avenidas, ni ningún tipo de espacio público o privado que lo recuerde con su nombre. No hay estatuas. No hay monumentos. Ninguna ciudad cubana lleva el nombre del líder estratégico, espiritual, político y militar de la Revolución. Ni su Birán natal, en la provincia de Holguín, tiene una plaza llamada Fidel Castro.

El despacho presidencial desde el cual el primer mandatario de Cuba, Raúl Castro, anunció al pueblo de su patria la muerte de su hermano, no tenía fotos suyas alrededor. Sí estaba el cuadro de José Martí, entre otros próceres de su nación. Pero no la imagen de Fidel.

Nada de esto es casual. Uno de los principales principios de la Revolución Cubana prohíbe usar el nombre de algún dirigente vivo para adjudicárselo a algo. Como el mismísimo Fidel lo dijera en tantas oportunidades, llevar adelante esta ley significó combatir la idolatría y el culto a la personalidad que podrían resultar perjudiciales para los objetivos propuestos por el proceso revolucionario en la isla del Mar Caribe.

Cautivador, brillante e incansable orador, carismático líder y de “pensamiento arborescente”, como lo definió alguna vez el escritor Ignacio Ramonet en su libro Biografía a dos voces, Fidel Castro no necesitó inmortalizarse en objetos materiales para ejercer el liderazgo político de su patria ni para transmitir los conceptos teóricos de su gobierno revolucionario.

“No existe culto a ninguna personalidad revolucionaria viva, como estatuas, fotos oficiales, nombres de calles o instituciones. Los que dirigen son hombres y no dioses”, expresó Fidel el 1º de mayo de 2003, en un discurso pronunciado en el acto por el Día Internacional de los Trabajadores, en la Plaza de la Revolución.

Murió como vivió. Da cuenta de esto su último gesto, el de la cremación de sus restos. Los que serán depositados en el Cementerio de Santa Ifigenia, en Santiago De Cuba, hecho que constituye un ejemplo de coherencia en la acción, más allá de que la ley ahora permita idolatrarlo y hacerle culto. Cómo sea, no habrá mausoleo como sí tiene el Che en Santa Clara o como también tiene Camilo Cienfuegos en Yaguajay. Dos mártires de la Revolución, merecidamente honrados.

Sin su presencia física, quizá muchos esperen que su nombre empiece a multiplicarse en todos aquellos sitios en donde nunca estuvo ni está hasta hoy. Lo que quizá no saben, es que el nombre de Fidel Alejandro Castro Ruz, además de estar escrito ya y para siempre en la historia de la Humanidad, quedará grabado a fuego en el corazón de cada cubano, de cada latinoamericano y de cada ciudadanos del mundo que crea en lo que fue el leitmotiv de su liderazgo: “La revolución se basa en principios. Y las ideas que nosotros defendemos son, hace ya tiempo, las ideas de todo el pueblo”.

Fidel ya hizo su trabajo. No se necesitan monumentos para continuarlo.