«Nunca me interesaron los personajes, sólo me gustaron los efectos especiales: es una película bonita de mirar pero por la que resulta difícil preocuparse», dijo sobre Blade Runner Roger Ebert en el programa de televisión que compartía con Gene Siskel, la pareja de críticos más famosos de Estados Unidos. Entre otras varias cosas, el film de 1982 representó como pocas películas de la década del 80 el cambio cultural que se estaba configurando y del que pocos se daban cuenta. Mientras los Ebert de esos tiempos (cuyas guías anuales con datos técnicos y calificaciones de películas fueron durante décadas la biblia de los críticos del mundo que podían adquirirlas) seguían imponiendo el canon de qué era y qué no era cine, nuevas camadas de consumidores culturales –en especial del cine y la música– confiaban como Charly García en que los dinosaurios iban a desaparecer. 

Blade Runner 2049, en su clara continuidad con aquella de Ridley Scott, viene de alguna manera a hacer justicia con el público (en el más amplio sentido del término), que no sólo se expresa en la taquilla (¿en los votos?), sino también preservando del olvido –convirtiendo en culto– objetos por lo general despreciados por el establishment cultural de cada época. Pocas segundas partes –y máxime teniendo en cuenta que han pasado 35 años– deben su existencia al empeño de un conjunto de espectadores por preservar y difundir un film, como Blade Runner 2049. Hasta los  tiempos en que los Ebert mandaban sobre el gusto correcto (principios del siglo XXI) ese tipo de iniciativas corría por cuenta de los estudios –para reflotar el negocio–, o de parte de directores de prestigio que atrapados en su etapa formativa por un film, una vez consagrados querían hacer su versión con lo que sólo ellos en aquella oportunidad pudieron ver (léase un Tim Burton, un Quentin Tarantino). 

Blade Runner fue una anomalía. Si bien aún existía el Muro de Berlín, en occidente primaba la utopía tecnológica del proyecto Guerra de las Galaxias, con el que Ronald Reagan planeaba terminar con la Guerra Fría (y sin decirlo con la Unión Soviética). Blade Runner planteaba el lado B de aquella fantasía: un mundo de relaciones absolutamente mercantilizadas y problemas filosóficos que ni la filosofía se planteaba –aunque sí la ciencia ficción– como el de los replicantes con sentimientos humanos. Frente a su anverso del mundo de la tecnología feliz, 2017 le da la razón a la original. 

Blade Runner 2049 se entiende sola. Pero se disfruta y aprecia más si se tiene fresca la película de Scott. La película está llena de situaciones similares y lo bien que hace: los nuevos replicantes son igual de fuertes y perfectos que los anteriores, excepto que no pueden tener emociones humanas. Y lo bien que hicieron los estudios en elegir a Denis Villeneuve. El director canadiense guarda una relación con el cine de ciencia ficción similar a la que tuvo Scott en su momento: en uno y otro caso, venían de realizar las películas del género más innovadoras e interesantes (Alien, 1979, y La llegada, 2016).

Los films de cada uno están muy bien ajustados a los tiempos que gobiernan su momento de realización. Por eso si la primera distopía advertía sobre lo que vendría si sólo se lo dejaba suceder sin control, esta dice que aquello que finalmente llegó, no se va más, y que sólo queda encontrar la forma de convivir lo mejor posible con eso.

La replicante del film de Scott no confiaba en su memoria. En la de Villeneuve, un hecho que ocurre a principios de la década del 20 (dentro de muy poquito), deja inutilizables todos los archivos digitales de la humanidad. Podría ser grande la pesadilla si el pasado es manipulable al antojo del poder de turno. Por ejemplo alguien podría pensar que la ciencia ficción de estos tiempos, con sus especulaciones sobre el futuro de la especie y los sistemas de dominación fueron apenas “buenos efectos especiales”, reflotando los preconceptos cinéfilos de los Ebert –y de otros, en otras especialidades– y dejando fuera de las decisiones importantes la opinión y el gusto del público.  «