La radio anuncia el colapso del tránsito en la autopista. El canal de noticias muestra una calle Corrientes con comercios abiertos y una muchedumbre yendo y viniendo. La web refleja que, a metros de allí, en un parador porteño, estalló la pandemia: debieron cerrarlo porque casi el 90 % de los testeados dio positivo. En el celu replican el mensaje: se batió el siniestro récord de contagiados en un día y hay decenas de muertos pero sigue sin arribar al pico.

¿Cuál es la realidad? ¿Seguimos en un sueño?

Los aplausos de las 21 hoy crecen y mañana amenguan. Todo el mundo va con barbijo, pero en la fila del banco por poco hay piñas por no reconocer la distancia “obligatoria”. Con la consigna “Por una cuarentena sin hambre”, ese movimiento social retornó a la calle y tiñó el Obelisco de una imagen olvidada. “Es la postal de una actividad como la de antes. En muchos casos hay contacto físico”, relata con angustia un movilero sensible que se alarma ante una vendedora ambulante, a la que la malaria arrojó a vender sanguches de pan casero y salame, en pleno confinamiento.

 ¿La flexibilización planificada se fue de madre? ¿La gente rompió la inercia de #quedateencasa?

Personas paradas en los transportes. Las recomendaciones de apertura acicatean el uso del auto y volvieron las dobles filas aunque también las grúas con su amenaza impiadosa y recaudatoria. Podemos comprar de todo: de todo venden, incluso con las persianas bajas. Y no deberemos ver ese partido “inolvidable” de la categoría J, luego de la historia completa del fútbol: el juego regresó en Alemania aunque en otros países europeos varios jugadores hayan dado positivo.

¿Estamos soñando? El hijo de un amigo solía preguntar: ¿somos realmente o nos están dando?

Muchos escritores, geniales imaginativos, desde su pluma convirtieron en reales a esos mundos plagados de sociedades ficticias (distópicas, indeseables en sí mismas, o maravillosas, utópicas: no es el caso actual). Desde Orwell, con su emblemático 1984 pasando por miles, como nuestro Bioy Casares y su Invención de Morel… Pestes o flagelos de la más diversa índole.

¿Qué alucinarán los de hoy en día? ¿Qué imágenes se les presenta de ese mundo del futuro?

Hasta hace dos meses estaba claro: en China no se padecía lo mismo que en Acoyte y Rivadavia, en París, San Petersburgo, Windhoek o Necaxa… Luego, el Covid-19, al menos en un principio, pareció arrojar una pátina de igualdad en algunas cuestiones. Ahora, con un cielo algo más despejado, se revelan de otro modo. Ya sucedió ese instante en que más de la mitad del planeta estaba en su casa, encerrada, temerosa, padeciendo o gozando: ya fue el rato en que se detuvo buena parte de la rueda productiva. Sensación insólita: no nos movemos. Hasta nos dijeron que era una enfermedad de clase media y ricos. Sorpresa, aturdimiento, vacilación, torpeza: la cuestión es que el mercado se sacudió la modorra para parase de manos ante la original tendencia que auguraba nuevos mundos, futuros novedosos, fin de época, nacimiento de otra. Y sí, decididamente, habrá un antes y un post coronavirus, pero como siempre el pato lo acabarán pagando las clases más marginales.

Es la economía, estúpidos. ¿Creían que ganaría la salud?

Vaya ingenuidad de los que se animaron a prometer nuevos órdenes, revoluciones siglo XXI. Los primeros signos reales de la evolución económica del mundo no son alentadores. Consumos relantizados desde el subsuelo, caídas de ingresos, pérdidas colosales de trabajo. La voracidad de la derecha no se modifica y la acumulación desmedida del capital en pocas manos es una vieja pandemia más letal que el coronavirus. Aunque utilicen otros parámetros y recreen vocabularios: siempre se sirvieron del Estado que denostaban, pero ahora el Estado se hace cargo de parte de los sueldos que esos privados deberían pagar. ¿O no pretende Awada que todos nosotros paguemos los sueldos de su textil explotadora? ¿O los medios cómplices no siguen siendo el megáfono de aprietes a ese propio Estado que les da fortunas? Nada nuevo. Especuladores de aquí y de allá que siguen especulando. Habrá que seguir luchando a brazo partido por la vida. El abandono continúa siendo la regla. Ah, el poder real sigue en las mismas manos, en las que voltearon con prepotencia el impuesto a los ricos.

¿Todas son pálidas? ¿Estamos sumergidos en una pesadilla?

Las hojas mutan de color y ya amarillas vuelan, caen, revolotean por el horizonte apenas las sopla algún viento fresco. Acaban por convertirse en una alfombra mullida sobre el cemento. La moto quiebra el silencio y las impulsa a un estallido breve. El sol desafía las reglas y entibia el aire. Otoño. Es una gracia maravillosa permanecer un rato en ese calorcito, aun emponchado hasta el barbijo, para absorber el mediodía tibio: el reflejo más cabal, más estupendo, más edificante de la vida.

En la radio recomiendan el delivery de un bar convertido en una entrañable cooperativa que ofrece una “incomparable” lentejeada a domicilio. En la web buscan el modo más chic de advertir que más de la mitad aumentamos de peso en este encierro. Lo que callan, benévolos, es que algunos saldremos rodando cuando podamos retornar a la calle. En la tv aconsejan cómo armar circuitos de maratones en un depto de 30 m2. Y aunque, dichosos, celebramos la posibilidad de nuestra terraza, paraíso en pleno Caballito, el pensamiento no puede sino dirigirse a quienes no sólo carecen de esos privilegios, sino que padecen hacinamiento en barrios populares, dejados de la mano de Dios, encima sin agua.

¿Zona liberada? ¿Recreo?

Al sol matinal retomamos ese policial de una incisiva escritora italiana, aunque este bocinazo nos hagan extrañar aquella quietud en la que el único sonido era el rumor del aire o un remoto ladrido. Extrañamos ese silencio cuando la radio, la tele o la web reproduce al bruto de Bolsonaro que augura una “Argentina socialista”, o las andanzas de la Bullrich, qué llevan a pensar qué extraña sustancia ingirió para sus ridiculeces. Recordar a Pichetto es convocar a fantasmales alucinaciones.

Cuando se va la luz y un hilo de luna recorre la noche, sigue esa ridícula ola de mosquitos que, como si fuera poco, nos hace temer al dengue. Extrañamos esa película o esa obra que sólo el escenario resuelve cabalmente su belleza. Aunque las horas ante la pantalla reducida tengan el mágico aditamento del control remoto disponible como una prolongación de la mano. Sólo le falta la alarma para descubrir si lo perdimos en la cocina al ir por el imprescindible dulce de leche pasada la medianoche.

Pero estemos prevenidos. Aún con las pandemias, aun cuando ya descubriremos la forma mejor de reconstruir los vínculos sociales sin necesidad de apelar a software de reuniones virtuales o a emoticones que muestren el codo. La gente volverá a tener olor, dejará de ser ese cuadradito en la compu y podremos tocarla. Podremos alzar y besuquear hasta el hartazgo a los nietos. Y elegir quedarnos en casa el tiempo que queramos, que está bueno tener nuestros tiempos, rincones, soledades, nuestros sueños individuales. Pero hacerlo cuando se nos cante.

¿Cómo será ese mundo al despertar?

Así como nos seguimos indignando al conocer la cifra de dólares que macrismo permitió fugar, un pedazo que al laburante común le cuesta magnificar, también démonos ratos para reflexionar en los muertos de hambre en África, las mujeres violadas, las familias abandonadas en las calles. Estemos prevenidos. Cuando se vuelve a pensar en retrospectiva, superado el momento crítico de odio, celos, codicia, locura o desesperación, probablemente la realidad muestre que no son tan estúpidos, triviales o insignificantes los cacerolazos que acicatean aquellos que no consiguen justificar el desastre que hicieron y la cárcel que se merecen.

Soñamos con un mundo mejor y nos pareció verosímil. Da rabia constatar lo concreta que es la posibilidad de que nos hayamos equivocado.