Jorge Luis Borges fue, sin duda, el mayor promotor de la Enciclopedia Británica. Gabriel García Márquez, en cambio, contribuyó a que la proeza lingüística que realizó María Moliner fuera valorada en su justa medida y a que su labor solitaria pasara a formar parte de la épica femenina, esa que en los tiempos de Moliner era casi secreta y se escribía de manera silenciosa entre las cuatro paredes de la cocina.
En un artículo periodístico, «La mujer que escribió un diccionario», aparecido en la edición del martes 10 de febrero de 1981 en el diario El País, García Márquez cuenta que en una visita a Madrid realizada en ese mismo año, quiso ir a su casa para conocerla personalmente, pero no pudo hacerlo debido a los problemas de salud que ella atravesaba en ese momento y que él creyó pasajeros. Al llegar a Bogotá, recibió un llamado: le comunicaron que Moliner había muerto. El encuentro que él anhelaba ya no se realizaría nunca. «Yo me sentí –escribió en el artículo mencionado– como si hubiera perdido a alguien que sin saberlo había trabajado para mí durante muchos años. María Moliner –para decirlo del modo más corto– hizo una proeza con muy pocos precedentes: escribió sola, en su casa, con su propia mano, el diccionario más completo, más útil, más acucioso y más divertido de la lengua castellana. Se llama Diccionario de uso del español, tiene dos tomos de casi 3000 páginas en total, que pesan tres kilos, y viene a ser, en consecuencia, más de dos veces más largo que el de la Real Academia de la Lengua, y –a mi juicio– más de dos veces mejor. María Moliner lo escribió en las horas que le dejaba libre su empleo de bibliotecaria, y el que ella consideraba su verdadero oficio: remendar calcetines».
Quizá porque las palabras forman parte de nuestra vida cotidiana y nos siguen como sombras por todos los rincones de la casa, quienes se dedican a coleccionarlas ordenadamente en un diccionario suelen referirse a ellas en términos domésticos. Si María Moliner, a pesar de tener una sólida formación lingüística, consideraba que su verdadero oficio era remendar calcetines, la Real Academia Española lleva escrito en su divisa «Limpia, fija y da esplendor», una expresión que seguramente contradiciendo las intenciones un tanto pretenciosas de los académicos que la acuñaron, parece la vieja publicidad de un producto de limpieza que deja los azulejos de la cocina resplandecientes haciendo brillar como el oro lo que tendemos a considerar insignificante.

De palabras y calcetines

Es cierto, o al menos se ha dicho y repetido, que Moliner consideraba que su oficio verdadero era remendar las medias de su familia. Pero sin duda, la imagen de esforzada ama de casa que siempre se asoció a su figura, permite sospechar que resaltar su costado doméstico sirvió en su época para «perdonarle» su formación y su talento. Había estudiado Filosofía y Letras en Zaragoza e ingresado al Cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios de España por concurso, era filóloga y lexicógrafa. No era una improvisada. Pero mientras no descuidara sus «obligaciones» femeninas le era permitido jugar con las palabras y hasta escribir un diccionario sin que la sociedad machista se alarmara demasiado. Pero parece que Moliner fue demasiado lejos y un día, mientras picaba cebolla, tuvo la osadía de pensar que quizá algún día podría integrar la Real Academia Española. En 1972 su candidatura se presentó en la Academia de la Lengua y, como era de esperar, fue rechazada. La misma suerte corrieron otras mujeres brillantes como Emilia Pardo Bazán, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carmen Laforet y siguen las firmas. Es que la vetusta institución fue fundada en 1713 y a quienes tienen una silla vitalicia en ella les llevó mucho tiempo comenzar a «deconstruirse». La primera mujer en ocupar la silla académica que lleva la letra K fue Carmen Conde en 1978. Los académicos, según parece, necesitaron más de dos siglos y medio para entender que las mujeres tienen por lo menos la misma capacidad intelectual que los hombres. Según García Márquez, al conocer la noticia de su rechazo Moliner no sólo no se contrarió, sino que se puso contenta porque dar el discurso que marca el protocolo cuando ingresa un nuevo miembro le hubiera producido pánico escénico. Lo suyo no era decir palabras rimbombantes delante de señores tan rígidos que parecen planchados con almidón, sino recoger aquellas palabras que crecen en la calle como plantas silvestres. Por eso, cuando le preguntaron cómo había reaccionado frente al rechazo, contestó: «¿Qué podía decir yo, si en toda mi vida no hecho más que coser calcetines?». Quizá luego, a solas, sentada en la cocina, sacó tres de sus famosas fichas y anotó «vida», «coser» y «calcetines» para desarrollar cada concepto. Es indudable que la vida está hecha de palabras. Y también de calcetines rotos.

Un diccionario de uso

El escritor Juan José Millás definió con exactitud poética qué es un diccionario de uso como lo es el de Moliner: «Si al abrir la boca, en lugar de palabras, nos salieran libélulas, estudiaríamos entomología para conocernos mejor. Pero las palabras son también formas biológicas perfectamente articuladas que segregan ideas como las serpientes veneno o las abejas miel. El entomólogo de las palabras es el lexicógrafo, al que no es raro ver en las esquinas armado de una red con la que atrapa voces que luego ordena, al modo de una colección de insectos, en el interior de un volumen. La diferencia entre el diccionario y las cajas de escarabajos atravesados por un alfiler es que en un buen diccionario de uso las palabras se mantienen vivas». Por eso, según lo contó la propia Moliner, se dedicó a escuchar el habla de la calle, las palabras que se leen en los diarios o se dicen en las reuniones familiares. «Sobre todo –dijo– las que encuentro en los periódicos. Porque allí viene el idioma vivo, el que se está usando, las palabras que tienen que inventarse al momento por necesidad». «La denominación ‘de uso’ –aclaró en el prólogo de su diccionario– significa que constituye un instrumento para guiar el uso del español tanto a los que lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden y han llegado en el conocimiento de él a ese punto en que el diccionario bilingüe puede y debe ser sustituido por un diccionario en el propio idioma que se aprende». Además, como el delicioso diccionario de Don Sebastián de Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana o española publicado por primera vez en 1611, o como el diccionario de Manuel Seco y tantos otros, el de Moliner es un diccionario de autor, tiene su firma al pie y es la obra de su vida. Se le ocurrió hacerlo una mañana de 1953. Pensó que el trabajo le llevaría seis meses. Pero se equivocaba: le insumió 15 años de trabajo. En el extremo opuesto a los diccionarios de autor se encuentran los realizados por ciertas instituciones con la colaboración anónima de sus miembros. El de la Real Academia Española, que Moliner tomó en cuenta al escribir el suyo, es un ejemplo de esta otra forma menos pasional de atrapar palabras.

El preferido de los escritores
«Para mí es el diccionario más agradable o amoroso –dijo Claudia Piñeiro en una entrevista en BBC Mundo–. Es casi como literatura porque Moliner se toma en cada entrada mucho trabajo para explicar. Y eso se ve en la obra, en la cantidad de años que le llevó hacer el diccionario». Por su parte, María Teresa Andruetto dijo tener una relación «más entrañable» con el diccionario de Moliner que con el de la RAE, al que, sin embargo, también consulta. «Me gusta –afirmó en una entrevista– esa mirada ideológicamente mucho más amplia del lenguaje de Moliner». Entendió «el lenguaje de los escritores como algo que empuja hacia las orillas, que desobedece a la norma tanto como se puede». Para Perla Suez el amor por el diccionario de uso es una pasión que se contagió de otro escritor, Isidoro Blaisten, cuando asistía a sus talleres de escritura. Para ella, supuso «un cambio de actitud frente a la lengua, repensarla y seguir batallando en contra del statu quo». La escritora Graciela Melgarejo, quien fuera compañera de vida de Blaisten, corrobora la pasión del escritor por ese diccionario. Ambos tenían una familiaridad tal con el texto que la extendían también a su autora y la llamaban por su nombre de pila, María. Por esas ironías crueles con que suele sorprendernos la vida, debido a una enfermedad cerebral, la mujer que había atesorado palabras, en su vejez las perdió a todas, se quedó sin lenguaje. Basándose en ese hecho doloroso, el dramaturgo español Manuel Calzada Pérez escribió Diccionario, una obra teatral que se presentó en España, Chile, México, Cuba y también en Argentina, donde la dirigió Oscar Barney Finn. Cuando se cumplieron 50 años de la publicación de su diccionario se la homenajeó con una ópera «escrita en femenino» en el Teatro de la Zarzuela, con música de Antoni Parera y libreto de Lucía Vilanova. Moliner fue feminista sin saberlo. Resistió a la dictadura franquista y a la negación machista del talento de las mujeres, primero promoviendo la lectura a través de las bibliotecas populares y, más tarde, retirándose del mundo para escribir su diccionario. Lo más curioso es que, aunque vivió rodeada de palabras, hizo todo eso en el más absoluto silencio. «