Mijail Gorbachov era el personaje del momento ese 17 de mayo de 1989 cuando, junto con su esposa Raisa, recorría en visita oficial la China gobernada por Deng Xiaoping, el líder renacido de su ostracismo a la muerte de Mao Zedong y que diez años antes había impulsado el giro de la milenaria nación asiática hacia la economía de mercado. El último día de su paso por Beijing, Gorbachov debió suspender su programado recorrido por la Ciudad Prohibida y la velada en el teatro de la Ópera. La Plaza de Tiananmen estaba ocupada por estudiantes que apoyaban una huelga de hambre de varios centenares de ellos en protesta contra la política del gobierno del Partido Comunista, y el ruso había enviado mensajes de apoyo. No habían pasado 20 días cuando las autoridades desataron una represión que dejó un saldo aún incierto de muertos –que van desde los 180 a los más de 5000, según las fuentes–, pero que por sobre todas las cosas quedó inscripto en la memoria de Occidente como «La masacre de Tiananmen».

Aquellos fueron años en que la historia pareció acelerar a fondo. China, enfrentada a la Unión Soviética por décadas a pesar de compartir el ideario marxista leninista, se lanzaba de lleno a un proceso de desarrollo industrial en un modelo que el gobierno llamaba «socialismo con características chinas», y que en la práctica combinaba la planificación centralizada propia del comunismo –el PCCh nunca abandonó las riendas del poder– con la incorporación de capitales privados en el marco de leyes de promoción de inversiones más que generosas, atraídas por el fabuloso mercado interno de 1000 millones de habitantes ávidos de sumarse a los beneficios de las sociedades más adelantadas.


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(Foto: Gentileza Jeff Widener)


La URSS, en cambio, atravesaba su hora más dramática. Gorbachov encabezaba un proceso que buscaba reducir las tensiones sociales con medidas de liberalización en un doble juego. Por un lado, la llamada glásnost (transparencia política), por el otro, la perestroika (reconstrucción), un paquete de reformas económicas. Es así que a la semana de regresar a Moscú, el 25 de mayo, Gorbachov asume como presidente del Soviet Supremo, el Poder Ejecutivo de la URSS.

En Beijing, mientras tanto, uno de los abanderados de esa política de apertura, el secretario del Partido Comunista, Zhao Ziyang, había caído víctima de la falta de resultados positivos en su diálogo con los rebeldes. El 19 fue su último intento por convencer a los estudiantes de levantar las medidas de fuerza y abandonar Tiananmen.

Esa plaza es el símbolo del poder en China. A un costado está una de las entradas a la Ciudad Prohibida, la residencia imperial. En el otro, el edificio de la Asamblea Popular, sede del Poder Legislativo. En la otra punta, el Mausoleo de Mao Zedong, quien desde ese mismo lugar anunció la fundación de la República Popular China, el 1 de octubre de 1949.

Allí, el 4 de mayo de 1919, hace justo un siglo, estudiantes de 13 universidades protagonizaron una manifestación en contra de «los invasores imperialistas» y los «traidores chinos» que habían permitido la enajenación de territorios tras la firma de los acuerdos de Versailles entre las potencias ganadoras de la Primera Guerra Mundial, que se repartían los despojos de una nación sometida. Esas protestas fueron claves para el crecimiento del nacionalismo tras la caída del imperio, en 1912, y para la creación del PCCh, que llegaría al poder 30 años más tarde.

Pero en 1989 la situación era otra. Lanzado de lleno a la industrialización de corte capitalista, el gobierno de Deng Xiaoping se enfrentaba a la oposición de dos sectores bien definidos. Los que entendían que la liberalización política era insuficiente y pedían más, básicamente intelectuales, profesionales de clase media y estudiantes; y trabajadores industriales que padecían una baja en sus ingresos y las consecuencias de una inflación que parecía sin control.

El clima se venía calentando desde abril, cuando muere Hu Yaobang, un reformista que había acompañado a Deng en su cruzada por la apertura pero que también pretendía mayores concesiones políticas. Hu falleció de un ataque al corazón cuando ya había quedado raleado del gobierno, lo que despertó suspicacias.

Estudiantes y trabajadores coincidieron en la Plaza de Tiananmen desde el 4 de mayo, en ocasión de celebrar los 70 años de aquella gesta nacionalista y desde entonces los reclamos fueron crecientes. Tras el último y fallido intento de Zhao Ziyang, ganó la postura del primer ministro Li Peng y, con la venia de Deng, el 20 de mayo decretó la ley marcial.

En la noche del 3 de junio el gobierno envió un batallón de tanques y tropas de infantería para desalojar la plaza. La represión se produjo fundamentalmente en los alrededores del emblemático lugar. Según la CIA, hubo entre 400 y 800 muertos, según la Cruz Roja china, unos 2600, mientras que el embajador británico calculó que habían sido más de 100 mil. Documentos desclasificados de la agencia NSA en 1999 estiman que las víctimas mortales fueron entre 180 y quinientas.

La imagen más representativa del 4 de junio de 1989 fue la de ese hombre que con una bolsa de mercado en su brazo derecho se paró a frenar el avance de un tanque. Aún hoy, a 30 años de aquella fecha, nadie sabe quién era.

Los países occidentales y EE UU sancionaron a China con la prohibición de venta de armamento. Pero los capitales no dejaron de fluir. El 25 de diciembre de 1991 se disolvía la Unión Soviética y Gorbachov dejaba el poder en medio del caos. Ahora, Donald Trump desafía a China a una guerra comercial y tecnológica y emite nuevas sanciones. A pesar de esa mancha en su pasado reciente, la nación asiática se consolida como la potencia del siglo XXI. «