Vamos a inventarnos una parábola:

Dos chicos en el recreo de la escuela: uno de ellos tiene un alfajor, el otro, nada. Nuestro niño propietario se enfrenta a un dilema sobre qué hacer. Uno: comerse el alfajor entero delante del que no tiene, sintiendo que está bien hacerlo porque es suyo por derecho propio. Dos: comérselo entero, pero en el baño del colegio o camino a casa, porque aunque es suyo por derecho propio le avergüenza que el otro no tenga. Tres: compartirlo con el que no tiene. Puede ofrecerle un mordisco, partirlo a la mitad para que coman los dos mismo, o puede incluso, dividirlo en función del hambre de cada uno, de modo tal que no reciban ambos lo mismo sino cada uno lo que necesita.

Cada una de las alternativas que identifica nuestro niño propietario del alfajor se nos aparecen en distintas situaciones cotidianas ya que no son más que analogías de conductas sociales que vemos a diario. Conductas a las que rápidamente les endilgamos palabras como egoísmo, vergüenza, libertad, decisión personal, solidaridad, justicia, igualdad, equidad.

El debate de los últimos tiempos respecto de los comportamientos deseables en este contexto de pandemia puede leerse a la luz de nuestra parábola. Desde quienes reclaman la no injerencia del Estado en las conductas individuales hasta quienes proponen acrecentar las medias de cuidado, debaten además el modelo de sociedad (o de comunidad) que queremos ser, independientemente que nuestras conductas individuales no siempre acompañen nuestro propio ideal (todos nos hemos comido entero el alfajor alguna vez y todos lo hemos compartido otras).

Pero hay una pregunta que nos hemos hecho menos: ¿son estas las únicas conductas posibles?

Jean Piaget sostenía que el conocimiento (no necesariamente el conocimiento científico sino toda posibilidad de comprender una realidad y vincularse con ella) lejos de ser un proceso introspectivo, es relacional: se construye siempre con otros y en la acción en el mundo. Como bichos sociales que somos, las herramientas de las que disponemos para interpretar la realidad y actuar en ella son aquellas de las que dispone nuestro grupo de pertenencia, nuestra comunidad. 

¿Pero a qué nos referimos con grupo de pertenencia? ¿La familia, el barrio, los amigos?, ¿cuál comunidad? Como en una cebolla, nuestro modo de interpretación del mundo se ordena en capas. En el centro, el núcleo de pertenencia más cercano, sobre el que se van acomodando capas cada vez más amplias pero también más finitas. Mientras que el centro es pequeño pero muy concentrado, las capas exteriores refieren a comunidades más amplias cuyos acuerdos son más difusos.

Por eso, ideas como las de solidaridad, libertad, comunidad que parecieran ser universales y atemporales, no lo son. Cada comunidad, cada grupo de pertenencia, construye sus propios significados sobre estos conceptos.

Como las comunidades permanecen en el tiempo, y en ellas van entrando nuevas generaciones (y saliendo otras) esos conocimientos se articulan en una cadena. El mundo no empieza con nuestra llegada, y quienes lo habitan desde antes nos transmiten los elementos necesarios para que podamos interpretarlo. El lenguaje, las normas, las conductas, nos son enseñadas por nuestros mayores. En nuestra propia experiencia vital tomamos ese conocimiento y lo hacemos nuestro: lo contrastamos con el mundo, profundizamos lo que nos sirve, cambiamos lo que no nos sirve, incorporamos nuevo conocimiento a la cadena, y lo transmitimos a las generaciones que vienen detrás. Eso nos hace comunidad, nos hace cadena, es decir nos da una identidad.

Esa cadena también funciona, al menos en una primera instancia, como límite de nuestra comprensión. Vemos e interpretamos los hechos de la realidad en la medida que podemos asimilarlos dentro de nuestro universo de sentido. Así, nuestros modos de interpretación del mundo social y por ende, las estrategias para la acción que podemos construir, dependen del desarrollo de esa cadena. Dependen de nosotros, pero de un nosotros que contiene los eslabones anteriores y que ya proyecta los que vendrán. Por eso, el modo de comprender la situación que tiene nuestro niño propietario del alfajor, y las opciones que se le configuran, son parte de las que tiene a su alcance, son las que tiene su comunidad de pertenencia.

Lo que el genocidio nos dejó

Y aquí es entonces, donde los efectos del genocidio se vuelven un elemento relevante para pensar nuestras conductas en medio de la catástrofe social que atravesamos producto de la pandemia del coronavirus.

Hace unos años, en el marco de las conmemoraciones del 24 de marzo, tuve la suerte de coincidir en una actividad en Paraná con Alexis Banylis, militante histórico de H.I.J.O.S., fallecido hace apenas unas semanas, demasiado pronto, y a quien le debemos una despedida a la altura de su sensibilidad, su compromiso y militancia. Alexis, con su tono calmo y su acento medio agallegado por los años en España, compartió allí historias de su vida, que a veces terminaban con una risa y otras con una lágrima. Habló de su niñez en un barrio popular, el asesinato de su papá en manos de la Triple A, su exilio interno en Santiago del Estero, la persecución, el miedo, las carencias de todos esos años, y también de los juegos y las solidaridades que encontraron en su camino.

A pesar de ser chico al momento del asesinato de su papá, recordaba cómo antes de que su vida cambiara para siempre, todos los domingos los vecinos del barrio se juntaban y, ladrillo a ladrillo, iban levantando su casa y otras casas hasta hacer crecer el barrio con el esfuerzo y colaboración de todos. Contaba cómo cuidaban de él las mujeres, que eran un poco, madres de todo ese piberío que andaba suelto y en banda. En su relato se percibía, casi se llegaba a sentir en carne propia, ese sentimiento de pertenencia al territorio que habitaba con su familia.

En ese barrio, algunas veces (aunque no siempre, porque tampoco hay que romantizar ni a los barrios, ni a las épocas, ni a los pueblos) la solidaridad llegaba a ser algo distinto a las opciones que podía barajar nuestro niño propietario del alfajor. A veces la interpretación no era “yo tengo un alfajor y vos ninguno, ¿cómo hacemos?”, sino “somos dos y hay un alfajor ¿cómo hacemos?”.

¿Por qué esa opción parece estar ausente a la hora interpretar nuestra realidad presente?

El propio Alexis, y los cientos de sobrevivientes y familiares que dan testimonio hace más de 30 años, dan cuenta de cómo se fue transformando nuestra sociedad. El terror instaló la desconfianza y nos fue encerrando en el territorio de lo privado y lo controlable. El “algo habrán hecho” responsabilizaba a las víctimas y nos hacía sentir a salvo, pero al mismo tiempo nos iba dejando solos sin que nos diéramos cuenta.

Y solos, sin reconocernos, sin encontrarnos, no pudimos enganchar nuestras acciones a la cadena de nuestra propia historia. Nuestra manera de comprender el mundo no pudo incorporar los eslabones previos: los nuevos eslabones quedaron desenganchados, al menos en parte, de aquella cadena que constituía esa comunidad.

Para Alexis y su familia, como para tantos otros, ese terror fue palpable: fue llanto, fue persecución, fue exilio interno con el dolor de la pérdida de Carlos a cuestas, fue empezar de nuevo lejos de los suyos y con una nueva identidad.

Para los que no fueron perseguidos directamente el terror genocida, lejos de parecerse a las películas de Freddy Krueger, llenas de gritos y corridas, fue una amenaza silenciosa, difícil de identificar, que nos volvió sujetos reservados, desapegados, desconfiados. Nos metió dentro de nuestras casas, cerró las cortinas, puso rejas a las ventanas, nos hizo espectadores de la vida de los otros y nos volvió reticentes a intervenir frente al dolor ajeno, frente a un chico que duerme en la calle, una pareja que grita en el departamento de al lado o un desconocido que pide ayuda.

La nueva cadena fue tomando forma. Los nuevos eslabones construyeron un modo de interpretar el mundo autocentrado, donde el comienzo y el fin de la interpretación es el individuo. Nuestro esfuerzo, nuestra trayectoria personal, nuestras habilidades, hasta nuestra capacidad de hacer por otros o ser empáticos. Siempre desde nosotros.

Cambiamos la cooperación por la competencia. Nuestra percepción del mundo comunitario y del otro se realiza ahora bajo el tamiz de la “utilidad” que éste tiene o no para alcanzar a mis objetivos individuales, llegando en muchos casos, a ser percibido directamente como obstáculo para el desarrollo personal. La meritocracia (otra palabra que se escucha por estos días) se hizo valor y la idea de que cada uno tiene lo que se merece, puso la responsabilidad de nuestro “éxito” en nosotros mismos, al tiempo que la de nuestros fracasos en la comunidad. Nuestro modo de comprender, de interpretar y de planificar se organizó desde lo individual hacia lo colectivo.

Cuando apostamos a las políticas de memoria, a continuar los juicios contra los genocidas, cuando insistimos en cada efeméride, en la defensa de los pañuelos blancos o en la importancia que el número 30 mil, inexacto e incomprobable, tiene como valor simbólico, no estamos hablando sobre el pasado. No estamos siendo empáticos con aquellos que sufrieron los campos de concentración o la persecución, estamos disputando los eslabones de la cadena. Decimos que aquel barrio donde Carlos Banylis vivía, que aquellas casas construidas entre todos, siguen siendo parte de nuestra historia.

Decimos que, tal vez, la forma de combatir la pandemia, de sortear las dificultades productos de las desigualdades estructurales, la imposibilidad de trabajar, o incluso la imperiosa necesidad de mantenernos distanciados a pesar de nuestras ganas de abrazarnos, de encontrarnos, de volver a la vieja y querida normalidad, no esté en ver quién tiene qué derecho, o en quién está dispuesto a ceder qué de lo suyo para el beneficio de otros.

Por ahí, la clave esté en construir un nuevo horizonte que nos permita encontrar nuestras individualidades, nuestras características personalísimas, nuestros deseos más profundos desde una comunidad que nos contiene, nos arropa, nos desafía. Que nos permita resignificar lo que entendemos por cuidado, por libertad, por igualdad y por equidad desde sabernos parte singular e irrepetible de un todos que nos aúna.

Y para eso no estamos solos, no hay que empezar de cero. Están Carlos y Alexis Banylis. Están las militancias de ayer y de hoy. Están las luchas obreras con sus conquistas y sus fracasos, están las organizaciones villeras resistiendo las topadoras, la escuela pública donde seguir cayendo. Cada jueves 15.30 siguen ahí los pañuelos blancos girando en la Plaza de Mayo. Cada eslabón arrancado está ahí para que volvamos a engarzarlo a la cadena.

Para que volvamos a imaginarnos siendo dos con un alfajor.