Dice una de las protagonistas de Una noche en el paraíso, segunda y esperada colección de historias de Lucia Berlin: “Hay gente que cuando muere desaparece sin más, como una piedra en una charca”. Se sabe que no fue su caso. Publicación, en 2015, de Manual para mujeres de la limpieza, boom editorial, fama en varios idiomas. Talento, pero además una belleza de Star System de Hollywood con una reputación que la acerca: la de mujer enamoradiza, alcohólica, capaz de cualquier trabajo para salir a flote con sus hijos. Irresistible.

Esta nueva antología póstuma, editada en Argentina por Alfaguara, pone en juego el status adquirido (de la obra y, tal vez más que en ningún otro caso, de su autora), insistiendo con un estilo catártico que privilegia la potencia por sobre la prolijidad. “Su vida era un baile”, define Mark Berlin en el prólogo del último libro de su madre, tal vez en un intento por justificar las muchas mudanzas, los muchos hombres que vivieron con ellos, las muchas visitas a cárceles y centros de desintoxicación. Al final, la redime de la única manera posible. “Escribía historias verdaderas”.

Berlin nació en Alaska en 1936; padre ingeniero de minas (y colaborador de la CIA, según los cálculos de la hija) y madre ama de casa. El resto de su biografía puede rastrearse en su ficción: infancia itinerante –Idaho, Arizona, el desierto de Nuevo México, Texas–; adolescencia rica y snob en Santiago de Chile (“Nosotros entonces sentíamos desdén por todo y desprecio por la mayoría de la gente”, confesó en “Polvo al polvo”) y una adultez a los tropiezos (“Titubeante como un ciego antes de cruzar la calle”, definió, de manera brillante, en “Lead Street, Albuquerque”). Dejó para los demás el relato de su muerte, en 2004, el mismo día que cumplía 68 años, ya instalada en California, con un pulmón perforado y un tanque de oxígeno adosado, culpa de una escoliosis insistente. El reconocimiento se demoraría más de diez años. La confirmación algunos más.

Una noche en el paraíso no es lo mejor, pero sí lo más valiente de Berlin. Aún a riesgo de parecer imprecisa, o, en palabras de ella, “vulgarmente predecible”, elige el acto generoso, como ya explicó Ricardo Piglia sobre Ernest Hemingway y Samuel Beckett, de no describir lo que veía sino describirse a ella misma en el acto de ver. Saltar al agua que estaba “espesa como el cacao” o enamorarse de un hombre que “te hacía tocar la berenjena, tibia al sol”, serían en otros escritores intentos de literatura malogrados, pero en Berlin constituyen el estilo de la narración, la mejor manera de expresar lo que los personajes –una mujer que acuchilla al dealer de su esposo adicto, una adolescente aturdida por la experiencia íntima con un amigo del padre, un barman moralista– ven o creen.

“En mi casa nadie hablaba nunca de las estrellas”, avisa la nena de “A veces en verano”, pero la sospecha de una incapacidad emocional se disipa enseguida cuando relata la quema de basura en la fundición: “Contemplamos el caleidoscopio de color que se desplegaba ante nosotras centellante, luego tenue y difuso hasta que se desvaneció. Sé que no dijimos una palabra de la terrible belleza del humo o de los cristales resplandecientes”.

Berlin, convenientemente emparentada con Raymond Carver y Charles Bukowski, aunque sería más justo identificarla con sus reverenciados Marcel Proust y Antón Chéjov, logra en su literatura instantes de luz cuando todo hace suponer que se impondrá la sombra. No hace falta invocar al cielo: también ocurren milagros al ras del suelo.

“Es duro, esto de vivir en el paraíso”, escribió Berlin en “La Barca de la Ilusión”, despejando cualquier malentendido con el título del libro. Los protagonistas de esas historias, parece advertir, vivirán tragedias, pero nunca perderán el humor y la ternura. No confundir con la indolencia. Es, apenas, supervivencia.