Excepto salpicar con pis la tabla del inodoro las mujeres hacen las mismas cosas que toda la vida padecieron de los hombres. Estos fenómenos suceden en todo el mundo, y también aquí: ellas discuten y tienen el poder, manejan altísimas finanzas, sufren enfermedades cardíacas, empiezan y terminan sus relaciones cuando lo consideran necesario, mueven los consumos, practican boxeo, fuman habanos y tienen tanto temperamento, fuerza y capacidad de violencia que están preparadas para sostener guerras. Tuvieron éxito, espacio, reconocimiento en empresas, profesiones, actividades comerciales, culturales y científicas y aun así, siguen disconformes porque no quieren seguir compartiendo la manija con los hombres y razonablemente furiosas porque no soportan que sus honorarios siempre sean inferiores y sus obligaciones y horarios mayores. Peor todavía: cualquier mujer a la que le vaya bien, o muy bien, en lo suyo (puede ser una dirigente política o la jugadora estrella de la selección de fútbol femenino) se constituirá en una amenaza para los hombres. Mientras, nosotros, los tipos, supusimos que con levantar la tabla del inodoro, o con compartir el curso de preparto, o con retirar cada tanto a los chicos del jardín alcanzaba y que eso las dejaba conformes. Pero no. Ellas siguieron hablando pero también avanzando y reclamando. Mientras que con esos engaña pichangas pensábamos que nos deconstruíamos ellas se volvían las protagonistas de los cambios más sólidos y verdaderamente revolucionarios de los últimos 50 años, esos que pusieron en la mira costumbres ancestrales y al machismo que nos parió.

En ese mismo lapso, en la Argentina, las mujeres fueron soldados que nunca huyeron y que sirvieron para enfrentar todas las guerras. Ahí estuvieron ellas, Madres y Abuelas de la Plaza demandando Memorias, Verdad y Justicia, la gama completa de madres del dolor o las chicas de la marea verde ahora (todas, ni una menos, más Milagro) ganando las calles, poniendo el pecho a injusticias, atropellos irreparables, sufrimientos colectivos, nuevas necesidades sociales. Ellas fueron y son un ejemplo, dando la cara, colocando una mejilla y la otra también, con o sin lifting, arriesgando sus cuerpos y, especialmente, tomando el lugar del menos superhombre de la historia entre pachucho, depresivo y sollozante. Ellas disimularon la retracción masculina, protegieron, bancaron, se hicieron muy fuertes desde el llamado sexo débil.

Hoy mismo son otras víctimas del atropello neoliberal. Pero con esta condición: mientras muchos machos lloran sin disimulo las carencias y se paralizan, ellas, igualmente desocupadas, no terminan de derramar lágrimas propias que ya están limpiándoles la cola a sus críos, preparando un buen guiso con lo que hay y prometiéndole al hombre que todo va a cambiar, que no hay nada de qué preocuparse, que para algo está ella. Y, en ocasiones, después de asegurar los alimentos, agarran una tapa y salen a cacerolear.

¡Grandes las mujeres! Ascendentes sin techo previsible, guerreras, maestras, audaces, golpeadas, tapa agujeros, valientes, conductoras de nuestros corazones, víctimas, dadoras de vida, leonas de esta jungla, épicas, empoderadas a más no poder, y como si fuera poco, graciosas portadoras de varios estandartes a la vez: familia, trabajo, realización personal. Ellas se pusieron los pantalones mientras nosotros nos zampamos los aritos. Paradójicas, asombrosas mujeres de la Argentina de estos tiempos: dispuestas a todo, en una época de hombres indispuestos.  «