Fin de escena. Se va negro y se cierra el telón. Los aplausos,  el saludo final  y  esa sensación de que alguien nos contó algo que nos deja recalculando, algo que Agustín Alezzo provocó tantas veces. La emoción del teatro lo acompañará a donde sea que su creatividad y sensibilidad hayan ido. Su nombre será siempre sinónimo del mejor teatro argentino.

Fue un histórico pionero del teatro independiente argentino, formador de luminarias nacionales de la actuación como Norma Aleandro y Julio Chávez,  entre tantos  otros. Egresar de su escuela de teatro equivalía a graduarse con honores.  Pero él no alardeaba nunca. Hablaba de un proceso, de un programa de cuatro años para aprender a sacar la verdad cuando la escena lo pide. Un estilo de los docentes de actuación de los que ya no hay, es decir, miembro de aquella generación que se educó con la maestra austríaca Hedy Crilla y esa manera afable de transmitir sabiduría.

Agustín Alezzo parecía tener siempre una obra bajo el brazo a punto de ser estrenada. Inició su actividad teatral en 1955 al ingresar al Nuevo Teatro, debutó como director en 1968 con la puesta en escena de «La Mentira», de Natalia Serraute. Desde entonces continuó ininterrumpidamente con su labor de director teatral poniendo en escena obras de Arthur Miller, Thornton Wilder, Shakespeare y de tantos otros. Fue uno de los directores más prolíficos del país.

Fue asesor del Teatro General San Martín y del Teatro Cervantes durante mucho tiempo, pero cultor del perfil bajo, hombre de no muchas palabras, que no regresaba sobre sus dichos para autocelebrarse. Siempre expuso un tono sereno y so solía emocionarse por los premios. Alezzo era pudoroso con el prestigio que lo circunvalaba: «No siempre se puede lograr este reconocimiento. Me supera. No lo he buscado. Y hay mucha gente que lo merece. En mi caso, no he hecho nada para que eso ocurriera», decía.

Obtuvo el premio otorgado por la UBA a su trayectoria en 2007 y asimismo el premio otorgado por el Círculo de Espectadores de la Cooperación, y el premio de Argentores por su trabajo de adaptador de textos teatrales. Fue declarado Ciudadano Destacado por la Legislatura de la Ciudad de Buenos Aires, y en el 2008 el premio de la Dirección de los Museos de la Ciudad de Buenos Aires.

Alezzo  vivió en Perú en los 60, pero debió regresar a la Argentina tras contraer tuberculosis. Pasó un largo tiempo en cama, hasta que se recuperó. Un gran honor lo ayudó a recuperarse: fue nombrado director de la Escuela Nacional. Luego vino la época de López Rega. Eran tiempos difíciles y tuvo que irse. Su  madre le enseñó a no tener miedo. A no quejarse. A enfrentar las cosas. Pero  su tarea continúo para forjar un legado ineludible

Los padres de Agustín Alezzo eran pampeanos. Su mamá era de clase acomodada y se enamoró de un trabajador del ferrocarril, que además tocaba el bandoneón en una orquesta típica. La familia de su madre se opuso, pero ella hizo caso omiso a las críticas, se casó con  aquel hombre  y se mudaron a Buenos Aires. Dos meses antes de que Agustín naciera, su padre murió de un cáncer fulminante. Su mamá, embarazada, con 23 años, para poder pagar la farmacia, el entierro y los médicos vendió todo. Una familia rica amiga adoptó a la joven y al bebe. Agustín fue criado sin carencias, no le hizo falta nada, mientras estudiaba en el colegio San José. Pero a los 18 años, su padrino falleció y nuevamente su vida cambió. Por entonces comenzó a estudiar Derecho, ya que su madre desalentaba que estudiara actuación. Pero el deseo lo llamó y abandonó para siempre el hastío de la abogacía.

Creía que el teatro ayuda a descubrirse. Era para Alezzo siempre una experiencia profunda tratar de mostrar un sentimiento en cuerpo y palabras para dejar algo bello en una escena, aunque durara un minuto o menos.

Podía hablar de teatro durante horas, era una persona profundamente generosa. La modestia era mucha en relación a la magnitud de su prestigio. Si se lo quería entrevistar era llamar a su casa, a un teléfono fijo (nunca celular), al que siempre atendía amablemente, sin ningún tipo de asistentes, ni intermediarios. Cuando  recordaba obras siempre se transportaba, inevitablemente, hasta el fondo de sus recuerdos. La historia de un hombre que nació dos meses después de la muerte de su padre, y un mes y medio más tarde de la muerte de Carlos Gardel. Su madre y unos padrinos. Que estudió Derecho durante tres años. Que se formó con Hedy Crilla. Que se empapó de Stanislavski. Que a los 15 militó en el socialismo. Que viajó siete veces a Nueva York y  tantas otras a Londres, por las librerías y claro, los teatros. Pero era porteño, le gustaba Buenos Aires por eso se quedo siempre en Villa Crespo.

Su admiración por Harold Pinter, premio Nobel inglés, era conocida y más de una vez lo adaptó. «Admiro mucho a Pinter y me hubiese gustado conocerlo. Pero no se dio», se lamentaba. Le gustaba como desnudaba la vida cotidiana. Las mentiras, la falta de sinceridad que enturbian y perturban la comunicación. Le atraía cómo mostraba la crudeza de la condición humana. También, su costado político y social. Se notaba porque lo mismo aplica para su legado.

En 1966, Alezzo fundó su escuela, luego bautizada, en 2005, El Duende, en honor a Federico García Lorca, cuando además se abrieron las puertas al público para ofrecer espectáculos. En ese laboratorio teatral, Alezzo acompañaba el proceso que cada persona  que allí iba  viendo como  cada uno lo atravesaba de modo distinto,  y según sus necesidades él ayudaba. Ese trabajo, nunca es rutinario, era equivocarse para charlarlo con el que sabía. Siempre rehuyendo a la solemnidad, pero nunca al trabajo arduo. Así era. Un talento que se extrañará pero que dejó, sin dudas, su marca.