En su pequeña isla caribeña de Cuba –110 mil kilómetros cuadrados y algo más de 11 millones de personas–, a los 90 años de edad, Fidel Castro se retiró físicamente de la vida, tras más de medio siglo al frente de la primera revolución socialista latinoamericana. La noticia conmovió a todo el vasto mundo y, en especial, a Estados Unidos, su gran enemigo, el gigante imperial de más de 300 millones de habitantes y un territorio de casi 8 millones de kilómetros cuadrados, la formidable potencia universal que desde 1959 ensayó todo para eliminarlo y sacarlo del poder que le confirió su pueblo. Y todo fue inútil, los ataques químicos y bacteriológicos, las invasiones armadas, un centenar de intentos de asesinato y un bloqueo económico, político y humanitario que ya llevan más de medio siglo de fracasos.

En estas décadas, bajo el liderazgo de Fidel y de camadas de dirigentes formados en la Revolución, y con un pueblo que ha tomado y desarrollado el socialismo, Cuba no sólo ha dado un ejemplo de consecuencia revolucionaria sino que ha hecho un país que, de ser hasta 1959 el prostíbulo de Estados Unidos, es hoy un ejemplo único que ha sido capaz de eliminar el analfabetismo, obtener los mejores estándares mundiales de salud, desarrollar investigaciones científicas que ha volcado generosamente al mundo, garantizarle la vivienda y el trabajo a toda su gente y llevar a la práctica una política internacionalista que les ha permitido a otros pueblos iniciar el tránsito hacia una vida independiente en la que los hombres son el desvelo de sus líderes. Si los pronósticos apocalípticos o las preguntas tontas no vinieran desde Estados Unidos o de analistas desideologizados, mercenarios quizás, muchas cuestiones no estarían hoy en el centro de las especulaciones.

“¿Este es el comienzo del fin de la ‘dictadura’ cubana?”, “¿Qué cambios deben esperarse ahora?”, “Cómo será la transición”, “Como en la ex Unión Soviética, ¿fracasó el socialismo en Cuba?” Esas son las primeras reflexiones, preguntas malintencionadas, nacidas de la estrechez mental de quienes –habitantes presentes o futuros de la Casa Blanca o sobrevivientes de la Guerra Fría– no han podido entender, todavía, que lo que se ha desarrollado en Cuba es una revolución y no un gobierno más de esos que con el telón de fondo de todas las miserias del capitalismo –hambre, desempleo, mortalidad infantil, enfermedades endémicas, analfabetismo, crisis habitacional– convoca cada cuatro o cinco años a unas “democráticas elecciones”, ese formalismo inmoral puro y vacío de sentido y contenido que sólo se usa para ocultar la exclusión social de las grandes multitudes.

A esta altura, hablar de una “dictadura cubana” es poco menos que anacrónico. Si en todo caso alguien, Estados Unidos por ejemplo, sueña con la idea de acabar con la Revolución, lo más sensato, y lo primero, sería que empezara por aceptar que en Cuba existe una sólida y bien arraigada democracia. Una democracia que nada tiene que ver con la del hambre y la de las elecciones cada cuatro años, entiéndase bien, sino que se trata de la democracia del bienestar, en la pobreza, es cierto, pero con las necesidades básicas satisfechas para todos. En 2006, tras su retiro de los altos cargos como consecuencia de una crisis de salud que nadie imaginaba sin un pronto final, Aleida Guevara –la hija del Che, el primero entre los internacionalistas cubanos–, respondía con otra pregunta a una de esas preguntitas tan propias del mundo político occidental y cristiano: “¿Tú has visto a algún dictador que se preocupe por la cultura de su pueblo, que aumente los niveles de salud de su pueblo y que haya hecho de la solidaridad su primer producto de exportación? No olvides que hay que ser culto para ser libre” (José Martí dixit).

En julio de 2006 Fidel había dado a conocer las dos intervenciones quirúrgicas a las que había sido sometido. Entonces, al retiro forzado de la dirección revolucionaria se agregaba la posibilidad cierta de una muerte física. Más allá de las circunstancias que padecía un líder de sus características, los cubanos iniciaron sin dramatismos lo que se creyó que podría ser la transición definitiva, redoblando el esfuerzo y el sacrificio ante las carencias materiales, dándole su respaldo a Raúl. En Estados Unidos –los gobiernos y los cubanos mercenarios de Miami a los que la Casa Blanca les paga un sueldo y les dio la residencia y hasta la ciudadanía sólo para que permitieran ser exhibidos como “disidentes”– se ilusionaron con la “inminente muerte del dictador”. Qué bueno sería preguntarles ahora: ¿por qué si en aquel momento inesperado todo siguió transcurriendo dentro del socialismo, hoy, en este momento tan esperado, habrían de producirse cambios en el sentido del capitalismo?

¡Qué paradoja! A 145 kilómetros de sus costas, el país más poderoso del mundo tiene a un vecinito que es, sólo territorialmente, 80 veces más chico, pero al que no puede doblegar pese a que desde hace más de medio siglo lo tiene asediado y bloqueado. Destina fortunas a financiar radios y canales de televisión para inyectar su mensaje en el cerebro de los 11 millones de pobladores de la alargada isla de su sur y no puede alterar esas conciencias. Impide que se exporten medicinas y alimentos, herramientas y maquinarias, y no puede acabar con esos tercos hombres ni paralizar su escasa industria. ¡Oh paradoja! Ahora, cuando ya no está el gigante de sus criminales desvelos, vuelve a encontrarse con que, otra vez, no podrá sacar partido de una circunstancia cubana que pudo haberle resultado favorable si durante sus doce últimos gobiernos, alguno hubiera tenido una mirada ligeramente inteligente de la realidad.

La Casa Blanca que todo lo puede, el Pentágono que todo lo destruye, la diplomacia que todo lo corrompe y el establishment que todo lo compra, hoy están como lo estuvieron hasta hace dos semanas los precandidatos presidenciales de los partidos Demócrata y Republicano. Todos sin saber qué decir sobre Cuba, todos sin saber qué hacer con ese ejemplo indomable, todos echándose las culpas, los unos a los otros, porque Cuba todavía existe y es socialista. Y algo más humillante aún: todos convencidos de que algo va a cambiar en Cuba y todos seguros de que en esta historia están marginados, que deberán contentarse, como en los malos partidos de ping pong, con girar la cabeza de uno hacia otro lado, viendo cómo el tren de esta historia no pasa por allí.

En estos mismos días en los que los poderosos de Occidente se preguntan qué han hecho para perder el tren, muchas cosas han pasado por esta América Latina en la que Cuba es un ejemplo y Estados Unidos es el que manda. Se supo, así, que sólo en 2015 las empresas multinacionales retiraron de estos países empobrecidos el doble del gasto sumado que todos los latinoamericanos, menos Cuba, destinan a la educación. Y se supo que en Bolivia y Uruguay, sólo en esos dos países, los médicos del internacionalismo cubano siguen operando cada día a 80 personas ciegas que empiezan a conocer la luz y los colores, a ver y a leer, a hacerse cultas para ser libres.

No hace mucho, el sacerdote brasileño Frey Betto escribía sobre los cambios que pueden darse dentro del socialismo cubano y cerraba su reflexión de una forma que bien vale reproducir: “Habrá cambios, pero será cuando cese el bloqueo de Estados Unidos. No esperemos, sin embargo, que Cuba quite de las entradas a La Habana esos dos carteles que nos avergüenzan a nosotros, los latinoamericanos que vivimos en islas de opulencia rodeadas de miseria: ‘Cada año, 80 mil niños mueren víctimas de enfermedades evitables. Ninguno es cubano’. ‘Esta noche, 200 millones de niños dormirán en las calles del mundo. Ninguno es cubano’”.