Resulta poco comprensible, tras 25 años, pensar una sede de Mundial que apenas se conmueva con un doping del jugador más afamado del planeta. Maradona dejó USA 94 en plena disputa, escupiendo el inmortal «me cortaron las piernas» y el mundo se sacudió en tanto hubiera argentinos cerca y, claro, en el extremo sur americano, donde el duelo colectivo mutó en angustia, frustración y resentimiento. Pero la muy británica Boston (como Dallas, puro cemento, allí se supo del dopaje), antes y tras Diego, sólo respiró fútbol en la escasa cartelería callejera y las sutiles aglomeraciones en el Foxboro Stadium, incomparables con las producidas cuando los Red Sox llenan el Fenway: se repiten las barbacoas cerca de los autos; en ningún potrero de Massachusetts se vio una pisadita, aunque sea a ritmo de soccer y sí bateos entre infield y 3ª base. Yanquis de aquí y allá miraban extraviados a miles que pugnaban por entrar al coqueto Babson College que alojaba no sólo al 10 y sus secuaces (allí Daniel Cerrini suministró la efedrina maldita) sino, entre tanto disparate, a una kilométrica limusina donde la Nannis y Caniggia se amaban con lujuria.

Ocurrió con Argentina y con los demás. Para colmo, el Rose Bowl de Los Ángeles padeció una final de bostezo entre un avaro Brasil y una insufrible Italia. En ese match también los hinchas locales iban en medio del juego a comprar hotdogs y gaseosas gigantes.

La relación fútbol-EEUU siempre fue compulsiva. En los 90 se aguardaba un boom por la N° 5 de cuero: nunca se dio del todo. Con Internet en ciernes (en los centros de prensa ni había) y sin las redes sociales del siglo XXI, la comunicación global apenas despuntaba y, si bien ya desembolsaban generosos millones, la Major League Soccer tenía diez clubes y una afluencia media de 14 mil hinchas (hoy son 24 «franquicias», van de a 20 mil): debió aguardar para que afamados veteranos fueran a Los Ángeles y vieran algo más que demorar el retiro y desbordar sus bolsillos. Fue Beckham, el Mellizo, Kaká, Henry y la lista sigue. Ahora, Ibrahimović o Rooney. Cada vez en mejor forma. Pero nunca un Messi en la cúspide, aunque ahora busquen proyectos.

La leyenda augura: «Cuando se decidan, dominarán el juego». ¿Será esta vez? Lo que no podrán comprar es pasión futbolera: parafraseando al viejo Ratón Ayala, «en EE UU no se consigue».