Son raras las noches en que la televisión está encendida en mi casa. En su lugar suelo leer el diario, algún libro, navegar por Internet o incluso jugar al scrabble con mi esposa. Pero la noche del martes fue una excepción. Y mientras el mapa de la CNN se iba pintando de rojo (color asignado al partido Republicano) mi cabeza, como la de tantos otros estadounidenses, solo podía pensar en el exilio. ¿Por qué quedarme para sufrir la traumática presidencia de Trump? ¿Por qué no evitar presenciar el vulgar declive del imperio estadounidense?

Esa noche me senté en el sillón a mirar el escrutinio mientras mandaba mails a mis amigos en otras partes del mundo preguntándoles a ellos qué debía hacer. Un amigo que vive en París me respondió haciendo hincapié en la importancia de que me quede para formar a las nuevas generaciones de periodistas que «serán la defensa contra una estrepitosa caída en el abismo».

Incluso me dijo que él estaba pensando en volver al país. Otro colega, que trabaja como corresponsal en Berlín, me advirtió que los efectos de la victoria de Trump en los movimientos de extrema derecha en otras partes del mundo no me pondrían a salvo de las consecuencias de las que quiero escapar. «Perdón, pero creo que tenés que quedarte en EE UU. Vas a ser más necesario allí», me explicó. Uno más, que es corresponsal en Italia, me dio una respuesta digna de una película de Fellini: «No te preocupes que nosotros sobrevivimos a Berlusconi. Sean valientes y cierren filas.»

Cada vez que trato de analizar la victoria de Trump me tropiezo con la misma situación: me resulta incomprensible. Al norte de la frontera somos muchos los que hemos sufrido la relación que nuestro país desarrolló con América Latina. En mis años de periodista pude verlo en primera persona al cubrir las consecuencias de las políticas estadounidenses desde Guatemala hasta Argentina, pasando por Nicaragua, Bolivia y Perú. Nuestro gobierno, como los lectores de Tiempo saben por experiencia propia, tiene una larga y sórdida historia apoyando golpes de Estado, instalando líderes o manipulando la opinión pública. Al mismo tiempo, los «gringos» miramos hacia el sur sin entender que son nuestros propios impuestos los que ayudaron a crear ese infame insulto de «república bananera». Un insulto que ahora nos corresponde. Nuestro nuevo presidente cumple todas las características del líder demagógico que contribuimos a crear, luego temimos y finalmente combatimos al sur del Río Grande: es un ser vanidoso y mentiroso que promueve la violación de todos nuestros valores -cuando no nuestras leyes- mientras construye un culto a su persona a expensas de quienes lo eligieron.

Un par de días después de la elección, un grupo de estudiantes de mi curso de periodismo tratando de procesar el inesperado golpe de ser gobernados por Trump, dedicaron toda la clase a pensar notas para analizar los resultados. Los protagonistas salieron rápidamente: inmigrantes (documentados o no) que temen por su seguridad y por una posible deportación, los que creyeron en las encuestas y por tanto no se preocuparon por ir a votar, los que atraviesan ahora una depresión post-electoral o los que eligieron votar por un partido distinto al demócrata contribuyendo al fracaso de Hillary Clinton. Un listado que también incluía a aquellos estadounidenses que, como yo, pasaron la noche evaluando la posibilidad de exiliarse. En la lista de temas, por supuesto, también estaba la pertinencia de cambiar el sistema de colegio electoral por uno que privilegie el voto popular, algo que hubiera dado la victoria a Clinton.

Pero mucho se ha hablado sobre el rol del periodismo en esta elección y, al respecto, es importante destacar a los periodistas que cumplieron un rol importante al suministrar información chequeada y valiosa sobre las falencias de Trump. Algo que, sin dudas, no salva a aquellos que cumplieron otro rol siniestro, como muchas corporaciones mediáticas que dieron incontables espacios de publicidad gratuita a Trump –un hombre que sabe cómo usufructuar esa posibilidad- por el mero hecho de que eso les garantizaba un elevado rating, muchas ventas o un enorme número de clicks en sus web.

Pero hay que ser justos: la victoria de Trump no es culpa del periodismo. Nadie puede culpar al mensajero por esta mala noticia. Los que lo votaron lo hicieron porque sabían lo que estaban comprando o lo eligieron porque no cumplieron con su responsabilidad civil de estar debidamente informados antes de emitir su sufragio. Así como yo puedo leer las coberturas de Tiempo en su web desde mi living de Oregon, ellos también podrían haber leído valiosos artículos de periodismo que los hubieran ayudado a tomar una decisión que tenga sentido para nuestro futuro. La responsabilidad , entonces, reside en los consumidores de noticias que deben buscar la información necesaria para no ser engañados por corruptos impostores. <