Aunque sea imposible, si Mauricio Macri pudiera volver «a fojas cero» su gobierno, es decir, al momento preciso en que Federico Pinedo, «el efímero», le colocó la banda y le entregó el bastón, tendría mejor gobierno que el que tiene.
Si todo fuera tan sencillo, si con alegar la propia torpeza bastara para remediar las cosas que se hacen mal, Macri hasta podría mostrarse exitoso, con índices socioeconómicos más que aceptables comparados con los que hoy consiguió, después de 14 meses de administración errática y perjudicial para el país.

La realidad es que en el kilómetro 0 de su gobierno, allá por diciembre de 2015, la inflación era del 25% y no del 40%, la industria todavía no había caído a los niveles del 2002, la desocupación era del 6% y no del 10%, el país crecía al 2,5% y el PBI no había caído casi cuatro puntos, el FMI no exigía sacrificar a los jubilados para cerrar el déficit fiscal ahora duplicado, el mercado interno no había entrado en recesión, la fuga de capitales era sensiblemente menor y la espiralización de la deuda externa no existía.

En su conferencia de prensa del jueves, por primera vez desde que asumió como jefe de Estado, Macri se mostró como lo que es: un aprendiz de estadista, que aduce desconocimiento y trabajo en exceso para explicar por qué las cosas le salen mal o no tan bien como pretende.

La criatura de Jaime Duran Barba, el Macri presidente, ese impresionante –y exitoso- invento de sociólogos, psicólogos, expertos motivacionales, coachs a granel, focus groups, encuestología, redes sociales y metadatos analizados en laboratorio de campaña, hizo agua. No produjo el mismo efecto de adhesión por oposición al estilo asertivo del kirchnerismo. La sensación es que el jueves 16, mientras Macri se aferraba al atril y cavilaba respuestas, un sector de la sociedad que acompañaba el experimento, comenzó a cerrarle el oído, lenta pero inexorablemente.

Porque ese día, Macri asumió que con el asunto del Correo, una fiscal y un periodismo que no forma parte de la cadena oficial y amigable con su gestión, lo agarraron in fraganti, hicieron público lo que debía mantenerse oculto y lo mostraron haciendo lo indebido. Se vuelve a «fojas cero» algo que no está bien o que es incorrecto, así de claro. Y eso es lo que reconoció el presidente.

Acá la justicia investiga un delito, y la fiscal Gabriela Boquin habló de una condonación de 70 mil millones de pesos que beneficia a una empresa de la familia del presidente, y no hay forma de zafar de lo que se está reconociendo desde el atril presidencial, aunque el pedido de perdón se presente alegremente como un simple error de cálculo o torpeza en la acción.

Hay incompatibilidad manifiesta, el apellido Macri está a ambos lados del mostrador, los funcionarios que salieron a defenderlo quedaron en off side y Cambiemos perdió, entre sus propios votantes del balotaje, una parte del capital político que lo llevó a la Casa de Gobierno, diga lo que diga Elisa Carrió cuando finalmente se expida sobre el escándalo. La decepción se advierte en la calle, en las radios, en las redes sociales.

Debe ser duro para un equipo proselitista exitoso comprobar que la gestión del día a día tiene desafíos mayores que una contienda electoral con ayuda del sistema de medios más concentrado de la historia nacional que inclina la cancha a favor demonizando al adversario. Gobernar, es cierto, también, es crearse problemas. Y Macri, de a poco, se los va comprando todos juntos, y la receta para enfrentarlos (pesada herencia, inexperiencia, falso apoliticismo), hoy no da resultado porque el tiempo también hace lo suyo. Son 14 meses y ninguna flor.

Decir esto no implica subestimación. El macrismo no es un grupo de improvisados. Son audaces, no temen caminar por la cuerda floja, rompen los manuales, tienen vocación de poder, no están discutiendo todos los días el liderazgo ni midiéndose la genitalidad patrialcalmente, se alinean fácil, rompen límites, el poder real de este país los considera tropa propia y cuando Duran Barba baja al territorio es como si el Dalai Lama hablara: todos toman nota.

Su torpeza, en verdad, deriva de su tozudez ideológica. Son flexibles, adaptables, aprenden rápido de política y algunos hasta tienen sentido misional. Pero les juegan en contra los resultados obtenidos en un cuarto mandato en el marco de una sociedad como la argentina, donde todos creen tener derecho a todo, lo cual es de una lógica democrática incontestable, después de 12 años sucesivos de distribución equitativa del ingreso.

Macri, en el fondo, piensa como Ricardo López Murphy. Es un liberal que se sacó el bigote, simplemente. Y pretende modernizar las herramientas para lograr ese país desigual al que los liberales aspiran utópicamente como motor infame de desarrollo. A diferencia del ministro que casi incendia el país recortando el presupuesto educativo de un plumazo, Macri confía en el mediano plazo, en avanzar y retroceder, en el poder corruptor de las cajas, cree conocer las lógicas de todas las corpos: asume, en definitiva, que la intermediación política y el populismo, a derrotar, existen. Porque solo se derrota aquello que existe.

Por eso el país no se incendió en diciembre. Por eso se fastidian y hasta se deprimen los opositores que suponían que un helicóptero lo sacaría de los techos de la Casa Rosada a fines del 2016. A Macri no le importa súper endeudar al país para pagar déficit y gastos corrientes. Tiene una tarjeta de crédito Gold para aguantar: en 2001, la deuda era un PBI y medio. Hoy, con todos los desaguisados del oficialismo, anda por la mitad del PBI. Tiene casi un PBI completo para usar hasta que todo estalle. Esa es la «pesada herencia» kirchnerista. Y eso es tiempo, y plata. Mucha plata. Solo complicado por el efecto Trump sobre las tasas en el mercado de crédito y el ritmo endemoniado de endeudamiento. Si Macri pensaba en ocho años de mandato, las señales son cada vez más nítidas de que apenas le quedan dos años. El último, se sabe, es el del despoder, donde 50 funcionarios de su gobierno, y él mismo, deberán empezar a responder preguntas incómodas de fiscales expertos en crimen.

Igual, es tiempo suficiente para bajar salarios, limando convenios laborales, alivianando los costos patronales, obstruyendo las paritarias, alineando a la Argentina bajo los designios del FMI y dolarizando las tarifas de los servicios públicos, que en definitiva es el interés estratégico del bloque de poder que encabeza. Esa es su verdadera misión, hasta que pase al ostracismo como pasaron Menem, Cavallo, De la Rúa, Duhalde y, ya que está, López Murphy.

Cuenta a su favor con una dirigencia empresaria, política y sindical que hizo del corto plazo y de sus taras (antikirchnerismo, macartismo, antipopulismo, sectarismo, abandono del sentido de comunidad) una visión de país estrecha que adopta modelos que perjudican al conjunto, sin que ninguno de sus dirigentes resignen mucho. Al fin y al cabo, la que siempre paga los platos rotos de sus tropelías y sus mezquindades es la gente.

No hubo errores, no hubo excesos. O, mejor dicho, los errores y los excesos son partes inescindibles del modelo que se aplica desde diciembre de 2015. Uno no que no le sirve al país. Sólo basta con revisar los números, que mienten menos que Duran Barba. El jueves comenzó la declinación del proyecto Macri. Así dicho, parece una enormidad. Hablemos en octubre. «