Una situación que ese tipo jamás imaginó para sí: Arturo Murillo, quien desde el Ministerio de Gobierno boliviano fuera la figura más temida de la dictadura encabezada por Jeanine Áñez, al cruzar a hurtadillas la frontera brasileña, a la altura de Corumbá, con peluca, gafas espejadas y pasaporte falso; huía el 11 de noviembre de su probable destino carcelario a raíz de sus crímenes.

En ese mismo instante, ya con el presidente constitucional Luis Arce en el Palacio del Quemado, casi un millón de personas recibía a Evo Morales en las afueras de Cochabamba.  Caía de manera definitiva el telón de una pesadilla iniciada exactamente hacía un año y un día. Ese domingo el diario Página/12 reveló su coreografía previa en una crónica enviada desde La Paz. Bien vale refrescar un párrafo en particular: “Hubo actos vandálicos y agresiones a funcionarios, periodistas y militantes del MAS en varios puntos del país. Entre esos hechos el gobernador de Oruro sufrió el incendio de su vivienda, trabajadores del canal Bolivia TV y Radio Patria Nueva fueron secuestrados y privados de su derecho al trabajo por grupos de choque, y la sede de la Confederación Campesina (CSUTBC) fue invadida y atacada”.

Serían las últimas palabras escritas por Sebastián Moro. Porque ese día él ya agonizaba en una clínica paceña. Su agonía se prolongó por una semana. Entonces pasó a ser el único periodista argentino que murió en el contexto del golpe de Estado.

El 22 de octubre de 2019 oí su voz en un audio de WathsApp: “Aquí todo es confuso; las noticias falsas aumentan para instalar el pánico”.

Apenas habían transcurrido 48 horas desde las elecciones. El complot estaba en marcha. 

Me crucé con pocas personas tan generosas como él. Fue nuestra común amiga Gloria Beretervide quien nos relacionó a comienzos del año, puesto que yo necesitaba –por razones que no vienen al caso– apostillar un documento en la Cancillería de Bolivia. Y él tuvo la gentileza de hacerlo. Ese trámite derivó en una odisea burocrática con ribetes kafkianos cuyas alternativas nos hacían oscilar entre la perplejidad y la risa. Así nos hicimos amigos.

En medio de esta anécdota casi nimia comprendí que estaba frente a un periodista de raza. Frente a un tipo entregado al violento oficio de reflejar la realidad. Prueba de eso fue su colosal trabajo en Mendoza sobre los juicios por delitos de lesa humanidad, que volcó en Radio Nacional, entre otros medios orales y gráficos tanto locales como nacionales. Los registros al respecto son ahora parte de su legado. Un material histórico y de memoria para las futuras generaciones. Su epopeya en el país andino no fue menor. Asimilado allí a la estructura noticiosa de la CSUTCB, hizo de Prensa Rural –que tenía una muy modesta visibilidad a su llegada– un medio clave del proceso de cambio.

“Acá todo está cada vez peor”, soltó en una conversación telefónica que mantuvimos durante el anochecer del 6 de noviembre. Fue la última vez que escuché su voz.

Ahora conviene situarnos tres días después: las hordas fascistas ya estaban de cacería, así como sostuvo Sebastián en su último artículo. Todo indica que ese texto fue previo a una imagen que supo simbolizar semejante escenario: la del director de Prensa Rural, José Aramayo, atado a un árbol por una turba «cívica». En aquel momento Sebastián había tratado de ingresar a la redacción del periódico, pero los desmanes se lo impidieron.

Ya a la noche –cerca de las 21– habló por teléfono con su familia. Desde ese momento nada se supo de él, hasta la mañana siguiente, cuando fue hallado inconsciente en su departamento del barrio de Sopocachi. Cuando su hermana, Penélope, llegó a La Paz, Sebastián ya estaba internado en la Clínica Rengel. El diagnóstico: «ACV isquémico», una lectura de su estado que no contemplaba los moretones, escoriaciones y rasguños (debidamente fotografiados), frutos de una agresión. Sebastián jamás recuperó la conciencia y murió el sábado 16.

¿Pero dónde, cuándo y por quiénes fue atacado? ¿Acaso fue en la calle o en su vivienda? Por lo pronto, allí pareció estar todo en orden, pero faltaba un chaleco que lo identificaba como periodista, el grabador y una libreta; en cambio conservaba su celular, aunque con un detalle: los audios que cruzó con Aramayo habían sido borrados.

Con el patrocinio de la abogada Viviana Beigel, se tramitan dos causas en Argentina, invocando el principio de jurisdicción universal, en vista de la imposibilidad que hubo de radicarlas en Bolivia bajo un régimen de facto. Uno de los expedientes es instruido por el juez federal mendocino, Walter Bento; el otro, en Córdoba, ante la Cámara Federal, con el obstáculo de de que en el asunto interviene el fiscal Carlos Casas Nóblega, exdefensor de represores durante la última dictadura.

Sebastián Moro merece ser recordado por su vida. También por haberla perdido en el ejercicio de su profesión. «