El lluvioso jueves del 25 de Mayo, mientras tenía lugar el tedeum en la Catedral porteña y el arzobispo Mario Poli decía, con razón, que no había en este momento crítico nada para festejar, por la puerta de La Paz, bar icónico de la ciudad, entraba Noé Jitrik para hablar con Tiempo Argentino. La razón convocante era la publicación de Fantasmas del Saber (Lo que queda de la lectura) (Ampersand), que permite asomarse a los libros que marcaron su vida y que lo convirtieron en la insoslayable figura de la cultura que es hoy. El texto pasa por los diversos escenarios donde su pasión encontró nuevas revelaciones y donde su vida tuvo giros sustanciales: su pueblo, Buenos Aires, Francia, Córdoba, México.

Su charla, que lamentablemente no puede recogerse completa en esta nota, fue cálida, divertida e inteligente, puso un brillo inesperado en ese jueves gris. En algún momento Jitrik se refirió a la situación del país y dijo «quizás en este momento lo único que se puede hacer es esto», señalando el libro. Su frase quería decir que escribir no es sólo un refugio individual, sino también una forma de resistencia. Se sentía su dolor por el país devastado de hoy que parece una continuación pesadillesca de aquella Argentina que en el pasado le costó el exilio. Sin embargo, Jitrik sigue batallando con la realidad a través de su actitud celebratoria del pensamiento y la curiosidad. Después de todo, algo hay para celebrar.

–En el acápite de su libro usted reformula una frase de Austin y dice: «Cuando leer es hacer». ¿Qué hacemos cuando leemos?

–Producir un cambio. La mejor lectura es aquella que no deja tal cual era a quien ha pasado por la experiencia de leer, aquella que lo modifica. Dicho así parece una hipótesis o un deseo, pero si lo vemos históricamente, los grandes episodios de cambios en la humanidad salieron de un libro. La Biblia es un libro y de ella salió nada menos que el cristianismo. El Corán es un libro. El Capital de Marx es un libro. La interpretación de los sueños de Freud es un libro y todos produjeron grandes cambios. Creo que tenemos que propugnar que en el plano individual esto también suceda. Comenzar a leer de niño, que es lo que cuento en este libro, me generó una cantidad de cambios. Si no hubiera leído, hoy seguiría siendo un campesino olvidado.

–Usted cuenta que nació en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. ¿Cuál era?

–Rivera, un pueblo fundado a principios del siglo XX por inmigrantes, en particular por inmigrantes judíos, colonos. Mis padres llegaron tempranamente a ese lugar y yo nací ahí. Mi padre era de Bielorrusia y mi madre era ucraniana. Allí se encontraron. No sé cómo fue la cosa, pero aquí estoy yo como único sobreviviente de esa familia.

–Eran varios hermanos.

–Éramos cinco, tres varones y dos mujeres.

–Nunca había reparado en que el apellido Jitrik era judío.

–Yo tampoco reparo en eso (risas).

–Se lo digo porque entre mis prejuicios figura que todos los judíos son muy cultos. Pero usted cuenta que en su casa no había ni un solo libro.

–Sí, es un prejuicio (risas). No había un solo libro. Lo que había era un diario que mi padre leía en voz alta para toda la familia, pero mi madre no sabía leer ni en ruso, ni en idish que era la lengua que hablaban, ni, por supuesto, en castellano. Mi padre sí leía y escribía en ruso. No había tenido tampoco la oportunidad de cultivarse, pero era muy intuitivo, era un ser, un tipo completo pero sin ninguna cultura especial. No lo pude apreciar mucho porque él murió cuando yo todavía era bastante chico, tenía 14 años. Murió de cáncer. Era un gran fumador. La fábrica de cigarrillos, por ser tan fumador, le regaló un reloj. Murió de cáncer, pero tuvo un reloj con el que podía medir el tiempo de vida que le quedaba.

–El primer libro que usted leyó fue La cabaña del tío Tom. ¿Qué significó?

–Me fascinó, me entregué a las imágenes. No tenía ninguna idea al respecto pero sí una sensación que supongo que era muy grata y, al mismo tiempo, dramática, porque me identificaba un poco con el aspecto piadoso de ese libro, con la suerte del negro. Creo que no mucho más, pero eso significó que fuera a buscar otros libros y eso sí fue providencial. Tengo una pequeña teoría sobre el particular.

–¿Cuál es?

–Creo que cuando uno realiza un movimiento este funciona en dos aspectos. Uno es el objetivo del movimiento y el otro es el sentimiento de ser capaz de ejecutarlo. Este segundo aspecto es el que permite volver a realizar ese tipo de movimiento. Eso funciona para la caminata, para la comida, para la lectura, para la escritura… Escribo para transmitir algo, pero al mismo tiempo verifico que soy capaz de hacerlo.

–Usted dice que a veces, en su formación como lector, leía cosas que no terminaba de entender, pero que lo fascinaban. ¿En qué consiste el misterio de las palabras que deslumbran aunque uno no las entienda del todo?

–Eso es algo muy interesante que atañe sobre todo a la poesía y que permite distinguir entre dos conceptos: entender y comprender. Entender es lo que se corresponde con lo que uno ya conoce. Por ejemplo, yo entiendo la lengua en que estamos hablando. Pero comprender es otra cosa, es abarcar todo, no solamente lo que uno entiende, sino también lo que aún no entiende pero que actúa con mucha fuerza. Eso es el hermetismo de la poesía y es, en general toda la poesía. Esto se ve claramente en el niño porque lo que entiende es relativamente poco, pero lo que comprende es mucho porque tiene una avidez enorme por capturar aquello que no termina de entender. Ese no terminar de entender es lo que lo va enriqueciendo, lo va propulsando, estimulando. Eso hace incluso a las diferencias esenciales entre los géneros literarios. Las novelas, en general, se entienden porque en ellas predomina la trama, los personajes y uno logra una identificación. Por ejemplo, me gusta el Quijote por su deseo de salvar el mundo. Me gusta Madame Bovary porque entiendo el drama de esa mujer. En la poesía, uno entiende las palabras, pero no termina de comprender el juego de sentido que se hace con ellas. Ésa es precisamente la presencia, la fuerza, la duración de la poesía. Hay cosas que comprendemos sin entender incluso en el plano de las actitudes, en el plano político. Estamos perplejos con la situación política actual, pero la comprendemos como aquello que no terminamos de capturar. Creo que es eso lo que nos va a permitir salir de esta situación. Quizá es un poco abstracto lo que estoy diciendo…

–No, lo entiendo y lo comprendo (risas).

-Creo que hay una comprensión inmediata y otra diferida. Yo leí la Introducción a la Fenomenología del espíritu de Hegel y no entendí nada, pero sí la comprendí porque en otros aspectos de mi imaginación o mi intuición algunos restos de lo que no entendí están modelando lo que estoy haciendo ahora. Creo que en lo que escribo y lo que pienso hay un sedimento de esos textos que no había entendido del todo. No recordamos nada de la primaria, pero lo tenemos todo adentro.

–Entre los textos que menciona como parte de su vida como lector figura Juan Cristóbal de Romain Rolland, basado en la vida de Beethoven, un libro que hoy no se lee.

–Sí, de niño y de adolescente hay libros que constituyen experiencias insólitas, nuevas, vírgenes, Juan Cristóbal tenía ese carácter, y su lectura coincidió también con mi descubrimiento de la música.Nosotros emigramos a Buenos Aires en el ’37 y tuvimos un aparato de radio en el ’41. En ese momento predominaban las radionovelas que escuchaban mis hermanas, no la música. La música me fue revelada por un compañero en cuya casa se escuchaba a Beethoven y muchas otras cosas. La aparición de la música en mi horizonte me sacó de casa, comencé a ir a conciertos y a ensanchar mi interés y mi comprensión de la música. Luego escuché la tetralogía de Wagner en el paraíso del Colón. Fue una experiencia paralela al teatro. Comencé también a ir a los teatros independientes. Luego de Juan Cristóbal, leí El alma encantada, que me impresionó menos, pero me gustó. Hasta los años ’50 la gravitación de la literatura francesa era fuerte, luego se fue perdiendo.

–Rubén Darío fue para usted una lectura decisiva.

–Sí, absolutamente decisiva. No me puedo desprender de esos poemas y de lo que me provocaron. Me provocaron el «también yo». Una de las virtudes de la lectura es esa, que establece una relación dialéctica en la intimidad del escritor. Uno siente que también puede escribir y la lectura es un apoyo, un estímulo.

–Cuando terminó la carrera de Letras hizo su primer viaje a Francia. Era un viaje de búsqueda. ¿Qué fue lo que encontró?

–Sustancialmente encontré la poesía. Pude acercarme a la obra de Apollinaire que me marcó mucho. Por supuesto también el surrealismo, Mallarmé, Valery. En Francia la curiosidad se puede satisfacer con los libros usados que se venden a orillas del Sena. En la facultad, los cursos de literatura extranjera eran en castellano y allí encontraba los originales. Mi interés era en ese momento sobre todo la lingüística. Me interesaba también la cultura popular francesa. Fue inolvidable para mí el momento en que vi en la puerta de un local del barrio latino un papelito que decía: «Hoy canta George Brassens» igual que ver en escena a Yves Montand o a Gerard Philippe en una mesa de café.

–Le voy a hacer una pregunta tonta.

–¿Por qué, es divertido hacer preguntas tontas? (Risas)

–No, porque es una condición del periodismo (risas). ¿Cómo se autodefine? ¿Cómo escritor de ficción, como crítico, como docente?

–Trato de apartarme de esas designaciones. Hay una necesidad de etiquetar. En México escribí un libro que se llama Los dos ejes de la cruz que es sobre los escritos de Colón. Una vez fui a la librería Gandhi de México, pregunté por ese libro, indagaron y estaba entre los de religión (risas). Las etiquetas empiezan en la librería y llegan a la academia. Como yo hago varias cosas, no estoy en ninguna parte (risas). Lo que me importa es la escritura y la escritura toma diferentes cauces. «

Una clase del lingüista Émile Benveniste

«En mi primer viaje a Francia hubo experiencias imborrables. Una de ellas fue una clase de Benveniste que me pareció fascinante, extraordinaria. Escucharlo a Benveniste era como acercarse a un papiro. Cuando legué a Francia yo creía que sabía algo de francés. Al bajar del barco me di cuenta de que no sabía nada. Eso me produjo una angustia muy grande. Hice un curso de fonética que me resultó muy bien. Nunca había imaginado que el francés tuviera 16 vocales, por ejemplo. Así comencé a conocer los secretos de la lengua y a hablar y escribir en francés. Me hice de algunos amigos y uno de ellos me invitó al curso de Benveniste. El tema de la clase que presencié era la partícula del condicional si, la que se utiliza en expresiones condicionales tales como ‘si yo tuviera…’. Él explicó cómo aparece el si en el dórico, el jónico, el corintio. Cómo aparece en el primitivo latín, cómo aparece en las lenguas sajonas, cómo aparece en la Polinesia… Era algo que me dejó con la boca abierta por su sabiduría, su inteligencia, la percepción, el detalle. La lengua aparecía como un recuento de misterios al que hay que acercarse y cuando abrimos la tapa y se muestra un detalle en el que no reparamos salta una realidad compleja que tiene que ver con el desarrollo mental, con el lenguaje como vehículo, con muchas cosas. Pero, claro, yo no podía seguir asistiendo a esas clases. Escapaban a mis posibilidades. No podía pensar las diferencias entre el jónico y el dórico y las lenguas africanas. No era para mí».