Sus gestos pueden parecer superfluos por lo tardíos, pero las últimas decisiones de Barack Obama demuestran que se propone liderar el progresismo estadounidense ni bien deje la Casa Blanca. Ese fue su mensaje cuando el miércoles dijo en su despedida de los periodistas que cubren información presidencial que piensa volver al ruedo “si los valores medulares del país están en riesgo”. O sea, que no está en sus planes abandonar la política para meterse en alguna fundación que administre sus ingresos dando conferencias, como lo hicieron algunos de sus antecesores. Ni para calzarse las pantuflas.

Consciente de que la llegada de Donald Trump al gobierno representa un giro copernicano a lo que fueron sus ocho años de gestión, Obama dio una serie de señales que, si se leen los diarios de esta última semana, lo ubicarían como un mandatario de avanzada sobre el promedio de los últimos ocupantes del cargo, desde Ronald Reagan hacia acá.

Así, envió un correo a los congresistas republicanos –que sobre todo en esta última parte de su período presidencial usaron la mayoría en ambas Cámaras para bloquear las decisiones del oficialismo– donde denunció el rechazo a su reclamo de cerrar la prisión de Guantánamo. «No hay simplemente ninguna justificación, más allá de la política, para la insistencia del Congreso en dejar abierto ese centro de detención», sostiene Obama en su póstuma misiva a favor de una de las promesas electorales cuando ganó la primera elección, en 2008.

Pero también tomó cartas en asuntos más comprometidos, como el conflicto en Palestina. Y tras una histórica abstención en la ONU sobre los asentamientos judíos en Jerusalén Este –Washington siempre acompañaba a Israel en todos los foros internacionales–, dijo ahora que el actual “status quo es insostenible. Es peligroso para Israel, es malo para los palestinos, es malo para toda la región, y además es malo para la seguridad nacional de Estados Unidos”. Y abogó por la solución de dos Estados, uno judío y uno árabe, caso contrario, “de alguna forma estaremos extendiendo la ocupación”. Dura definición para un mandatario estadounidense.

Luego dio otro paso en su intento por recomponer vínculos con Cuba, que fue su gran apuesta desde fines de 2014 en su relación con América Latina. Y puso fin a la política de “pies secos-pies mojados”, por la cual todo cubano que lograba pisar suelo estadounidense era considerado un exiliado mientras que si caía en manos de la guardia costera era devuelto a la isla. Aunque no logró –y no hizo una carta a los republicanos– modificar el bloqueo comercial y financiero al gobierno revolucionario.

Luego, también en esta su última semana en el poder, conmutó la pena a Chelsea Manning, la exsoldado que como Bradley Manning había filtrado miles de documentos a WikiLeaks y había sido condenadoa 35 años de prisión. «Vi los detalles de este caso de la misma manera que otras conmutaciones y perdones y sentí a la luz de todas las circunstancias que conmutar su sentencia era completamente apropiado», se justificó.

Finalmente, y en una acción menos difundida pero altamente significativa, conmutó la pena al independentista puertorriqueño Óscar López Rivera, detenido en 1981 como integrante de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN) y condenado a 55 años de cárcel, a los que en 1988 se le agregaron otros 15 años adicionales. López Rivera quedará en libertad en mayo, si es que Trump no veta esta decisión.

Pero ante el reclamo de organizaciones de derechos civiles, se negó a indultar a otro preso político, Leonard Peltier, activista del Movimiento Indígena Estadounidense encarcelado desde 1976 y condenado –en un juicio de dudosa imparcialidad– a dos cadenas perpetuas consecutivas por el crimen de dos agentes del FBI durante un tiroteo en la reserva Pine Ridge, en los territorios sagrados Sioux de Dakota del Sur, donde meses antes se hallaron uranio y carbón.

Otra mella para su aspiración es que en su mandato –con Hillary Clinton en la secretaría de Estado– tres gobiernos progresistas de la región fueron destituidos mediante golpes parlamentarios: Honduras, Paraguay y Brasil. Y en todos los casos los destituyentes recibieron apoyo y reconocimiento de Washington. Además, el 13 de enero renovó por otro año el decreto que declara a Venezuela «una amenaza inusual y extraordinaria para la seguridad nacional y la política exterior de EE UU». «