Hubo un tiempo, no hace mucho, en que yo no estaba comprometida con el derecho al aborto. Hablo desde ese lugar, el de alguien que cambió de opinión escuchando otras historias de vida.

Poco después de tener a mi primer hijo (fui mamá a los 15 años), comencé el proceso de aceptación de mi identidad como nieta restituida. Ahí logré ubicar mi historia personal en una historia colectiva más amplia, plena de complejidades. En ese camino aprendí el significado profundo de la frase “lo personal es político” y aprendí también a no juzgar el proceso subjetivo que atraviesan las demás personas.

Hoy podemos debatir el aborto porque tenemos Memoria, Verdad y Justicia frente a los hechos de la última dictadura cívico-militar. La derogación de las leyes de obediencia debida y punto final, los juicios a represores y genocidas, son una bisagra en nuestra democracia y trajeron un mensaje clarísimo: el Estado no puede decidir sobre la vida y la muerte de nadie. No puede dispensar tratos crueles e inhumanos. No importa qué conducta se esgrima como causa. Por el contrario, el Estado debe ser garante de los derechos humanos, arbitrando los medios para su protección.

Las restricciones al aborto, tal como hoy existen en nuestro país, condenan a una gestación no deseada a personas que claramente quieren o necesitan darle otros rumbos a sus vidas. Y obligar a gestar es tortura, es violación de los derechos humanos. La responsabilidad de todas las personas que nos volcamos al mundo político es representar un interés más amplio que el propio. No se trata de lo que yo elegí ni de lo que elegiría en el futuro. Se trata de comprender una demanda social y responder por ella. Tengo esperanza en que el Congreso Nacional actuará con esta convicción.